26.3.09

Un discurso

Hay un cuadro mundialmente famoso que pintó Pablo Picasso y que inmortalizó la tragedia de la ciudad vasca de Gernika.

Todos hemos visto esa explosión de rabia y dolor que Picasso hizo estallar ante el mundo para denunciar al fascismo español y sacudir a las conciencias y a los gobiernos que se negaban a aceptar el carácter criminal de la alianza entre Franco y Hitler.

En blanco y negro, para que nadie se distrajera en matices de color, Picasso describe en ese lienzo, que aspira a ser mural, la barbarie de la guerra y su peor consecuencia: la victimización de los civiles.

Desde la primera vez que vi ese cuadro, todavía en ese tiempo exhibido en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, traté de conocer los detalles de esa tarde apocalíptica.

Fue así que descubrí la existencia de George Steer, corresponsal de The Times y The New York Times, sudafricano de 28 años que fue el único periodista que envió un despacho, urgente y documentado, relatando lo ocurrido con tal cantidad de pormenores mortuorios y precisiones militares que ya no fue posible, para las fuerzas sediciosas del fascismo español, negar la evidencia del exterminio producido.

En el relato de Steer está, descrita con sobriedad, la cadencia de la muerte.

Gracias a él supimos que la pesadilla de Gernika empezó a las 4 y 30 de la tarde de aquel 26 de abril de 1937, cuando un bombardero Dornier 17 arroja una docena de bombas de 50 kilos, las que causan las primeras víctimas en la Iglesia de San Juan y en el Paseo de los Tilos.

Veinte minutos después, a las 4 y 50 de la tarde, tres aviones Savoia-Machetti, de la Aviazione Legionaria de Mussolini, lanzan, desde 3,500 metros de altura, 36 bombas cuyo blanco premeditado siguen siendo civiles indefensos.

A las 5 de la tarde, como en el poema de García Lorca sobre Sánchez Mejía, la aviación nazi empieza su tarea destructiva en aquel poblado vasco que albergaba a unos 6,000 habitantes.

Tres escuadrillas de Junkers-542 vomitan, desde sus barrigas abiertas, veinte toneladas de bombas, un cuarto de las cuales son incendiarias.

Gernika, entonces, arde. El sueño fascista del fuego purificador se ha cumplido: el primer bombardeo a una población civil, destinado a sembrar el terror y desmoralizar al enemigo, se ha ejecutado como un frío experimento.

El mal, ese mal que Vallejo decía por esos días que crecía a 30 minutos por segundo, el mal, decía, ha dado un paso de gigante.

Después de esa oleada incendiaria pasaron aviones cazas alemanes e italianos para ametrallar a quienes huían de sus casas o de los refugios incendiados. Cinco Fiat CK, italianos, y cinco Messermitt BF 109, de la División Cóndor alemana, volaron en picado para matar sobrevivientes.

A las 7 y 30 de la tarde, cuando termina el bombardeo, el 74 por ciento de las edificaciones de Gernika está destruido. Quedan intactos, como prueba de la naturaleza asesina del ataque, los dos únicos objetivos militares de Gernika: la fábrica de armas, al sur de la villa, y el puente Rentería, sobre el río Oca.

A las 7 y 30 de la tarde Gernika contará 1,650 muertos y 800 heridos, muchos de los cuales morirán porque los hospitales también fueron bombardeados.

Veintiocho mil kilos de bombas explosivas, 5,472 bombas incendiarias de bióxido de bario y manganeso, han caído desde el cielo aquel lunes 26 de abril de 1937, día de mercado en Gernika.

Francisco Franco quiso negar el bombardeo. Adujo que aquel día había impedido salir a cualquier avión desde el aeropuerto de Burgos y responsabilizó a los republicanos de haber quemado Gernika para difamarlo.

Fue el despacho del periodista George Steer, publicado en The Times y The New York Times, el que lo aclaró todo y el que puso a Gernika, ese pequeño pueblo vasco, en el centro de la atención mundial y en el mapa del horror de las guerras, ese Atlas que ha ido creciendo tan ominosamente a lo largo de estas últimas décadas.

He recordado hoy a Gernika y a su dolido y veraz cronista, George Steer, porque ambos resumen, en mi opinión, lo más noble del periodismo.

Una verdad negada por la infamia, un drama que se quiso ocultar y desfigurar: eso fue Gernika.

Un periodista ejemplar que se quedó a la hora de las bombas para contarle al mundo la tragedia: ese fue George Steer.

¿Qué otra cosa, acaso, puede ser el periodismo sino el coraje al servicio de la verdad?

¿Qué otra cosa puede ser el periodismo sino la voluntad de decir lo que pasó, sin fijarse en lo que eso puede costar?

George Steer debió de sentir miedo. Pero eso no lo arredró. Debió de sentir ira. Pero eso no le quitó serenidad a su crónica. Debió de imaginar las represalias que podría sufrir cubriendo una guerra en un país extraño y desde el bando de quienes la estaban perdiendo, pero eso no lo paralizó.

El mundo se horrorizó con Gernika.

Hoy el mundo no se horroriza ante nada.

¡Cuántos George Steer necesitamos!

¡Cuántos George Steer serían necesarios para que nos contaran, sin pensar en cálculos ni conveniencias, qué pasó en Gaza, qué pasa en Darfur, qué ocurrió de veras en Guantánamo, qué espantos se vieron en Ruanda!

El mundo no ha cambiado para bien en muchos aspectos.

El ejército de Israel echó a la prensa de la franja de Gaza.

Darfur interesa muy poco.

Guantánamo sigue siendo un coto cerrado.

Ruanda nos parece un paisaje habituado a la muerte.

Necesitamos volver a ejemplos como el de George Steer.

Necesitamos recuperar nuestra capacidad de indignarnos.

Necesitamos devolvernos la sensibilidad.

Necesitamos reconciliarnos con la rebeldía.

Necesitamos desacatar las órdenes cuando esas órdenes pretendan obligarnos a mentir, o a callar, que es la forma más hipócrita de mentir.

Señor rector de la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana: he terminado aceptando esta distinción que no merezco y este halago que nunca hubiese solicitado porque estoy convencido de que vuestra generosidad se ha fijado en una trayectoria y no en una persona, en una conducta y no en un apellido, en una hoja de vida y no en la fugaz notoriedad de alguien.

Después de tantos años de pelear por la independencia de los periodistas, he terminado peleándome también, y felizmente, con la vanidad.

Por eso es que este reconocimiento me produce una enorme gratitud y, al mismo tiempo, una timidez de escalofrío, una plena conciencia de que otorgarme la distinción de un doctorado honoris causa puede haber sido no sólo una exageración sino un bondadoso desvarío.

Agradezco a la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana y a su rector, don Antonio Pasquel Ruiz, este gesto enorme y desproporcionado, pero insistiré, también aquí, en lo que siempre he dicho: durante todos estos años, que me pueden haber fatigado la respiración pero no el ánimo, sólo hice mi trabajo, sólo cumplí con mi deber, sólo me empeñé en hacer lo mejor que pude mi tarea.

Y mi deber, mi trabajo y mi tarea fueron siempre, y sencillamente, intentar que el periodismo fuera hermano de la verdad, pariente cercano de la rebeldía y enamorado terco de la cultura. Muchas gracias.


CESAR H.

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