EL PUNTO DE INFLEXIÓN DE LA CRISIS FINANCIERA
Por Fernando Henrique Cardoso. Ex presidente de Brasil
La historia de la actual crisis financiera es la historia de una muerte anunciada. Son incontables las referencias hechas en los últimos años a los déficits gemelos de la economía estadounidense: en la balanza comercial y en las cuentas públicas.
Los críticos del gobierno de George W. Bush, con Paul Krugman a la cabeza, se cansaron de clamar en contra de los gastos excesivos en las guerras, combinados con reducciones de impuestos para las capas más ricas de la población y con una política monetaria complaciente.
Lo que no se conocía a fondo era el mal uso que bancos e instituciones semejantes hacían de esa situación de dinero en abundancia, acompañada por la desregulación financiera. De ahí emergió el monstruo de la crisis, mucho más feo de lo que se podía imaginar.
Hubo señales precursoras. En mayo del 2007 asistí a una conferencia en el Citigroup de Nueva York. Ahí, por primera vez, escuché hablar de las hipotecas 'subprime', en boca de Bob Rubin, secretario de la Tesorería en el gobierno de Bill Clinton y en esa época consejero senior del Citigroup.
Dijo él que, por suerte, los bancos no corrían el riesgo de esas hipotecas, que habían sido "empaquetadas" junto con otros títulos y revendidas a terceros y cuartos compradores por medio de los "vehículos especiales estructurados", que recibían el aval de las agencias de evaluación de riesgos a pesar de mezclar títulos buenos con hipotecas altamente riesgosas.
Parecía cierto lo que decía Rubin: la jarana de los papeles tóxicos se hacía al margen de la contabilidad de los bancos. Pero cuando vinieron las quiebras, estos tuvieron que reconocer la responsabilidad de tales operaciones e incorporar los daños en su balance. En caso contrario, la Tesorería y la Fed (Reserva Federal), limitadas por ley a inyectar recursos apenas en los bancos, estarían atadas de manos y el colapso del sistema financiero sería inevitable.
De ahí en adelante fue el ajetreo que ya conocemos: los bancos de inversión estaban inundados de papeles deteriorados y no solo hipotecarios. La quiebra de uno de ellos desencadenó el cierre de varios más, y alcanzó a algunas aseguradoras y agencias semioficiales de garantías de hipotecas populares.
En la misma época, Bill Rhodes, vicepresidente senior del Citi, escribió un artículo en el que decía con todas sus letras que en los siguientes dos años habría una crisis. En agosto del 2007, se escucharon las primeras explosiones en los mercados, pero todavía muchos gobiernos permanecieron sordos ante ellas.
Las bolsas empezaron a registrar la destrucción del sueño dorado de crecimiento económico continuo hasta el fin de los siglos. Cuando en setiembre-octubre de ese año los bancos empezaron a cobrar tasas significativamente más altas que las oficiales en los préstamos entre ellos mismos, para finalmente dejarse de prestar unos a otros, ya se había instalado la bruja: la desconfianza.
La reacción de los bancos centrales y las tesorerías ha sido gigantesca. En poco tiempo, las cuentas empezaron a hacerse en cientos de miles de millones de dólares. La total "sequía de liquidez" dio lugar al "empozamiento" del dinero: los bancos retienen el dinero recibido, con miedo de prestar y no recibirlo después o por temor a tener que cubrir nuevos daños que pudieran surgir, como surgen todos los días.
Incertidumbre, miedo, falta de confianza, parálisis de los créditos: en estos momentos todos piden a gritos más ayuda, más gobierno. Solo el gobierno restablece la confianza. No fue casualidad que Gordon Brown, de 'lame duck' (político sin poder) del Gobierno Inglés, pasara a héroe del sistema financiero: nada de conceder préstamos a los bancos con tasas bajas, como querían hacer los estadounidenses.
Es preciso inyectar dinero de la Tesorería directamente a las venas de los bancos, comprándoles acciones y consolidando sus capitales, y pronto, antes de que quiebren y la economía real sufra aun más con la falta de crédito y sus consecuencias, la principal de las cuales sería el aumento del desempleo. Es decir, socialicemos las pérdidas antes de que venga el caos.
Probablemente no llegue el caos, pero la recesión ya está tocando las puertas de todo el mundo. Hasta en China, que sería la esperanza contra la crisis, se está retrayendo fuertemente el crecimiento.
Ahora el peligro es otro: la depresión.
Para comparar, en la crisis de 1929 las bolsas subieron fuertemente hasta agosto. Se despeñaron en octubre. Como los bancos centrales hicieron lo opuesto de lo que están haciendo ahora, la parálisis del crédito fue total. Pero la economía real solo cayó de 1930 a 1932.
El nuevo pacto creó una red de protección social y dio impulso a obras de infraestructura, pero no contuvo la crisis, que se prolongó hasta 1937-1938. Lo que reanimó la economía estadounidense y después la de todo el mundo fue la preparación para la guerra, con los déficits justificados por esta, junto con los inmensos préstamos a los países aliados, con plazos de vencimiento hasta el fin de la guerra y con tasas de interés irrelevantes.
Sería insensato predicar la guerra entre los países como modo de evitar la depresión. Busquemos otros tipos de guerra: guerra contra la pobreza y el calentamiento global, por ejemplo.
Barack Obama viene apuntando en esa dirección. Para evitar la tragedia social, no basta hablar de redes de protección social, por más imperativas que sean (como lo son). Es preciso invertir productivamente y hay cómo hacerlo; la búsqueda de fuentes de energía alternativa, el mantenimiento de la infraestructura existente (social y física) y la creación de más infraestructura, sobre todo apelando a la innovación tecnológica, tal vez sean la receta para evitar que la recesión se transforme en depresión.
Ojalá que a eso se le agregue un cambio cultural que reprima la civilización de consumo y de desperdicio, y que vuelva a inyectar en el sistema económico un mínimo de ética y, en la sociedad, mayor preocupación por la equidad.
Por Fernando Henrique Cardoso. Ex presidente de Brasil
La historia de la actual crisis financiera es la historia de una muerte anunciada. Son incontables las referencias hechas en los últimos años a los déficits gemelos de la economía estadounidense: en la balanza comercial y en las cuentas públicas.
Los críticos del gobierno de George W. Bush, con Paul Krugman a la cabeza, se cansaron de clamar en contra de los gastos excesivos en las guerras, combinados con reducciones de impuestos para las capas más ricas de la población y con una política monetaria complaciente.
Lo que no se conocía a fondo era el mal uso que bancos e instituciones semejantes hacían de esa situación de dinero en abundancia, acompañada por la desregulación financiera. De ahí emergió el monstruo de la crisis, mucho más feo de lo que se podía imaginar.
Hubo señales precursoras. En mayo del 2007 asistí a una conferencia en el Citigroup de Nueva York. Ahí, por primera vez, escuché hablar de las hipotecas 'subprime', en boca de Bob Rubin, secretario de la Tesorería en el gobierno de Bill Clinton y en esa época consejero senior del Citigroup.
Dijo él que, por suerte, los bancos no corrían el riesgo de esas hipotecas, que habían sido "empaquetadas" junto con otros títulos y revendidas a terceros y cuartos compradores por medio de los "vehículos especiales estructurados", que recibían el aval de las agencias de evaluación de riesgos a pesar de mezclar títulos buenos con hipotecas altamente riesgosas.
Parecía cierto lo que decía Rubin: la jarana de los papeles tóxicos se hacía al margen de la contabilidad de los bancos. Pero cuando vinieron las quiebras, estos tuvieron que reconocer la responsabilidad de tales operaciones e incorporar los daños en su balance. En caso contrario, la Tesorería y la Fed (Reserva Federal), limitadas por ley a inyectar recursos apenas en los bancos, estarían atadas de manos y el colapso del sistema financiero sería inevitable.
De ahí en adelante fue el ajetreo que ya conocemos: los bancos de inversión estaban inundados de papeles deteriorados y no solo hipotecarios. La quiebra de uno de ellos desencadenó el cierre de varios más, y alcanzó a algunas aseguradoras y agencias semioficiales de garantías de hipotecas populares.
En la misma época, Bill Rhodes, vicepresidente senior del Citi, escribió un artículo en el que decía con todas sus letras que en los siguientes dos años habría una crisis. En agosto del 2007, se escucharon las primeras explosiones en los mercados, pero todavía muchos gobiernos permanecieron sordos ante ellas.
Las bolsas empezaron a registrar la destrucción del sueño dorado de crecimiento económico continuo hasta el fin de los siglos. Cuando en setiembre-octubre de ese año los bancos empezaron a cobrar tasas significativamente más altas que las oficiales en los préstamos entre ellos mismos, para finalmente dejarse de prestar unos a otros, ya se había instalado la bruja: la desconfianza.
La reacción de los bancos centrales y las tesorerías ha sido gigantesca. En poco tiempo, las cuentas empezaron a hacerse en cientos de miles de millones de dólares. La total "sequía de liquidez" dio lugar al "empozamiento" del dinero: los bancos retienen el dinero recibido, con miedo de prestar y no recibirlo después o por temor a tener que cubrir nuevos daños que pudieran surgir, como surgen todos los días.
Incertidumbre, miedo, falta de confianza, parálisis de los créditos: en estos momentos todos piden a gritos más ayuda, más gobierno. Solo el gobierno restablece la confianza. No fue casualidad que Gordon Brown, de 'lame duck' (político sin poder) del Gobierno Inglés, pasara a héroe del sistema financiero: nada de conceder préstamos a los bancos con tasas bajas, como querían hacer los estadounidenses.
Es preciso inyectar dinero de la Tesorería directamente a las venas de los bancos, comprándoles acciones y consolidando sus capitales, y pronto, antes de que quiebren y la economía real sufra aun más con la falta de crédito y sus consecuencias, la principal de las cuales sería el aumento del desempleo. Es decir, socialicemos las pérdidas antes de que venga el caos.
Probablemente no llegue el caos, pero la recesión ya está tocando las puertas de todo el mundo. Hasta en China, que sería la esperanza contra la crisis, se está retrayendo fuertemente el crecimiento.
Ahora el peligro es otro: la depresión.
Para comparar, en la crisis de 1929 las bolsas subieron fuertemente hasta agosto. Se despeñaron en octubre. Como los bancos centrales hicieron lo opuesto de lo que están haciendo ahora, la parálisis del crédito fue total. Pero la economía real solo cayó de 1930 a 1932.
El nuevo pacto creó una red de protección social y dio impulso a obras de infraestructura, pero no contuvo la crisis, que se prolongó hasta 1937-1938. Lo que reanimó la economía estadounidense y después la de todo el mundo fue la preparación para la guerra, con los déficits justificados por esta, junto con los inmensos préstamos a los países aliados, con plazos de vencimiento hasta el fin de la guerra y con tasas de interés irrelevantes.
Sería insensato predicar la guerra entre los países como modo de evitar la depresión. Busquemos otros tipos de guerra: guerra contra la pobreza y el calentamiento global, por ejemplo.
Barack Obama viene apuntando en esa dirección. Para evitar la tragedia social, no basta hablar de redes de protección social, por más imperativas que sean (como lo son). Es preciso invertir productivamente y hay cómo hacerlo; la búsqueda de fuentes de energía alternativa, el mantenimiento de la infraestructura existente (social y física) y la creación de más infraestructura, sobre todo apelando a la innovación tecnológica, tal vez sean la receta para evitar que la recesión se transforme en depresión.
Ojalá que a eso se le agregue un cambio cultural que reprima la civilización de consumo y de desperdicio, y que vuelva a inyectar en el sistema económico un mínimo de ética y, en la sociedad, mayor preocupación por la equidad.
EL COMERCIO
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