31.12.09

¿Prosperidad así?

Por: Beatriz Boza

La prosperidad, a diferencia de la felicidad, no es un estado de ánimo personal de satisfacción y gusto, sino que supone un resultado favorable para la persona. Así, al desearle un próspero año a alguien estamos deseándole éxito en lo que emprenda y un desenlace favorable de las cosas en el 2010.

Por nuestra propia condición humana, hay muchos sucesos que no estamos en capacidad de prever ni de evitar, pero sabemos que para salir adelante, sea como profesional, comerciante, inversionista, trabajador, artista, docente o investigador, hay que trabajar. Y cuanto más preparado esté uno, podrá aportar más a su entorno y a la sociedad. En ello, la educación superior y la formación para el empleo desempeñan un papel vital, especialmente en un país como el nuestro.

Según el World Economic Forum, que publica el índice de competitividad global, uno de los principales desafíos del Perú en el ámbito mundial es lograr que nuestro sistema educativo se oriente a servir mejor las necesidades de una economía basada en la eficiencia. Requerimos más obreros calificados, más técnicos que sean profesionales, más profesionales que se capaciten en cómo generar más valor agregado para la empresa y la sociedad, y más gestores con visión de largo plazo centrada en la persona humana. Así lo entienden las principales empresas del país que invierten cada vez más en programas de formación profesional de sus empleados, financiando cursos y maestrías.

Cualquiera se imaginaría que el Estado debe ser el primero en promover todo esto, pero nuestro sistema legal no lo entiende así. Resulta que nuestras autoridades tributarias solo estarían reconociendo como gastos en educación deducibles aquellos orientados a la capacitación “para el puesto”, es decir aquellos programas que permitan efectuar de manera adecuada la labor del trabajador “en su puesto”, mas no aquellos orientados a una formación integral humanista o que otorguen un grado académico, sea este de pregrado o posgrado. Un disparate que evidencia un total desconocimiento del aporte de una formación universitaria.

Y allí no acaba el drama. Según este criterio, no solo no serían deducibles las maestrías y carreras profesionales, sino que los pagos hechos por el empleador por esos conceptos deberían computarse como parte del sueldo del trabajador y, en consecuencia, el trabajador debería pagar impuestos por ello. Es el mundo al revés. En vez de incentivar la inversión de las empresas en cualquier tipo de programas educativos, estamos ante el perro del hortelano otra vez.

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