26.7.09

El mito del infierno

El prestigio literario del infierno es enorme. Quizá sólo comparable a la leyenda que la religión, esa rama de la literatura fantástica como decía Borges, ha construido para sembrar de miedos el planeta.

Desde hace muchísimos años monjes y fabuladores se han disputado el derecho de ponerle al infierno más detalles intimidatorios.

La carrera fue por ver quién ponía más fuego a los calderos, más podre en sus orillas, más torniquetes al potro, más sal a las heridas.

El infierno, dicen los mitómanos sagrados, es lo que merecemos cuando deseamos a una mujer en flor. Y si arrancamos esa flor, entonces, de puro castigo, más infierno, más chirridos de ingenios que martirizan, más aullidos de bestias innombrables.

Entre el principio del placer y el principio de la realidad la religión siempre escogió el placer de negar la realidad. Cuando se inventó el asunto de que María no había concebido humanamente a Jesús se dio un paso de gigante en el proyecto de la abolición del cuerpo y el destierro de los sentidos.

La religión odia la carne porque sus mitos más ancestrales nos proponen, en la apuesta chiflada de la resurrección, una carne exonerada de los ciclos de la materia.

Si arrancamos esa flor o florecemos, ¡el infierno nos espera! El mayor pecado es, entonces, vivir. Pero no por el absurdo que nos legisla ni por la brevedad y finitud de nuestras vidas sino -dicen los religiosos- porque corremos el riesgo de ser libres. La pesadilla de la religión es que alguien viva su libertad.

Aunque no lo parezca, yo creo en la ley del progreso. Por eso estoy seguro de que dentro de miles de años examinarán este periodo de la humanidad de la misma manera como un entomólogo estudia sus criaturas bajo el microscopio.

El infierno es puro cuento, saga de narradores por encargo, verdín de César Borgia, emanaciones de fraile pederasta.

¡Al demonio con el infierno!

El infierno real, laico y próximo, siempre está en otros lados. Yace a veces al lado nuestro, en la misma cama, o sobrenada en la sopa, o huele a laca en ciertos camerinos, o hace piruetas bajo un cielo de neón, o es, sencillamente, el sedimento de los meses, la baba de los años.

El infierno real, el verdadero y ateo infierno del que no podremos escapar, es un hombre que escribe sobre el infierno cuando la voz de su esposa derriba la puerta de un grito, un grito respaldado por miles de años de levadura e intendencias, una voz robusta de razones y sentido común, una voz que vuela debajo de todos los radares y que pregunta si ha sido el hombre que escribe sobre el infierno quien echó a la basura el pan duro, sí, ese pan duro que estaba destinado a una sopa de ajos.

LA PRIMERA

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