22.2.10

Buscando primera dama

Autor: Jaime Bayly


Lo que no te mata te hace más fuerte, o eso es lo que dicen.
Como estoy acostumbrado a recibir golpes desde niño, creo que he desarrollado una cierta destreza para encajar los golpes sin perder la calma y una cierta aptitud para devolverlos con cinismo en el momento apropiado.

No quiero que esto suene amenazante ni bravucón, pero los que creen que despreciándome o injuriándome me van a derrotar fácilmente tal vez subestiman mi largo historial de combatiente precoz y superviviente de batallas encarnizadas.

Yo no peleo con las manos o los pies, no poseo coraje ni pericia para tales técnicas o artimañas de combate. Yo peleo con las palabras, las que digo y las que escribo. Las palabras son proyectiles de grueso calibre que, disparadas con puntería, son capaces de abrir orificios en los cuerpos de mis enemigos y dejarlos malheridos, exánimes.

No hablaré ahora de mis enemigos políticos, mi técnica es dejar que me subestimen y me ataquen y luego yo respondo, respondo siempre y con toda la ironía que habita en mí. Cuanto más me menosprecien y más fango me arrojen, peor parados quedarán esos pendencieros aficionados después de la refriega, ya verán. No saben que he peleado con bestias salvajes y he logrado doblegarlas y liquidarlas. Soy un viejo gladiador y un francotirador de pulso firme y entrenada paciencia.

Esta semana he recibido algunos golpes que vinieron del campo personal, de la zona de la intimidad, un ámbito que tal vez había descuidado porque me hallaba ocupado repeliendo a mis enemigos políticos, que no son pocos y tienden a multiplicarse, siguiendo las instrucciones de su jefe, La Ballena Asesina.

El primer golpe me lo arrojó caprichosamente un amigo en el bar de un hotel en Bogotá. Perdió la calma, dijo cosas destempladas, dejó la ensalada a medio comer y anunció que se volvía de inmediato a Buenos Aires porque no me soportaba más. Lo que yo no soportaba más era que me despertase a toda hora un perro ruidoso del edificio, y por eso me volví al hotel y dejé a mi amigo solo en el departamento. Mi amigo tomó tal mudanza como una humillación, cuando era sólo una medida desesperada para conseguir dormir sin las odiosas interrupciones caninas.

Para evitar que mi amigo devenido enemigo volviese a Buenos Aires con el rostro torcido por el despecho, invité a una de sus amigas a Bogotá y la alojé en el departamento del que yo había huido. Fue una decisión repentina y por lo visto eficaz, que consiguió calmar la histeria de mi amigo y posponer su partida. Acompañado de ella, se sintió menos desdeñado o abandonado y se dedicaron a comprar ropa o peor aún a pedir ropa prestada o regalada en tiendas de lujo.

El segundo golpe fue el más doloroso y pude habérmelo ahorrado de haber sido prudente. Pero la prudencia, ya se sabe, no es virtud que adorne mi conducta. Pensando en el programa de televisión del domingo en Lima, le pedí a mi ex esposa y madre de mis hijas que me diera una entrevista. El propósito era simple: que ella dijera que veía con simpatía mis ambiciones políticas y que, ante mis ruegos, accediera a ser mi primera dama, si fuera el caso de que llegase a ganar las elecciones. Pensé que una entrevista en esos términos cordiales no podía sino ser de beneficio para ambos, puesto que dejaríamos en evidencia que a pesar de habernos divorciado hace años seguíamos preservando la amistad y el respeto, y al mismo tiempo no me cabía duda de que la audiencia disfrutaría conociendo a la inescrutable mujer que me dio dos hijas y ahora confesaba que apoyaba mis emprendimientos políticos, al punto que, de ser el caso, se manifestaba dispuesta a ser mi primera dama.

Desde luego, yo no olvidaba que ella ya me había rechazado dos invitaciones al programa, ambas con ocasión del día de la madre, pero esta vez estaba seguro de que me acompañaría en la aventura y no tendría temor, reticencia o reparos en salir conmigo en televisión y presentarse como mi primera dama, una primera dama de la que, huelga decirlo, me sentiría muy orgulloso.

Sin embargo, y sin tomarse mucho tiempo para pensarlo, me dijo que no quería venir al programa porque le daba miedo y porque le parecía prematuro apoyar una candidatura como la mía, que era todavía una intención entusiasta pero no una realidad. Dejémoslo para más adelante, me dijo, pero yo sentí que más adelante sería nunca y que si bien en privado ella me animaba a entrar a batirme con los gladiadores políticos, no quería dar ninguna señal pública de que me acompañaba en la desigual batalla por el poder.

Bien, me dije, así están las cosas: tu mejor amigo no es capaz de entender que has vuelto al hotel para dormir bien y tu ex esposa no es capaz de hacer el pequeño esfuerzo de ir a la televisión a decir que se sentiría honrada de ser tu primera dama.

Duele, pero pasará, pensé. Improvisa, me dije. Si en algo eres bueno, es improvisando, esquivando golpes y devolviéndolos con una sonrisa mansa y beatífica que confunde al adversario más sañudo.

Ya con mi amigo veleidoso había improvisado sagazmente al traerle a su amiga con aires de diva desde Buenos Aires, una maniobra de distracción que evitó que la tensión escalase y los golpes nos hicieran sangrar.

Dolido y humillado por el desaire de mi ex esposa, improvisé una venganza que me parecía tan eficaz como divertida. Si ella no quería ser mi primera dama, me vería en la obligación de buscarme otra dama (una segunda dama, digamos, o una dama suplente) y presentarla en el programa.

Por eso le escribí un correo a Lucía preguntándole si estaba dispuesta a venir al programa y responder a mi invitación a ser mi primera dama en caso de llegar a la presidencia (se puede alegar con fundamento que a esas alturas estaba alucinando, pero resulta que no sé vivir sin echar a volar la fantasía y sin convencerme de que los sueños quijotescos son posibles si peleo por ellos con bravura).

Lucía, mi chica, mi amante furtiva, la mujer en la que pienso cuando me procuro ciertos placeres solitarios, me respondió que vendría encantada al programa y que diría que estaba dispuesta a votar por mí y que eso de ser mi primera dama se lo pensaría, pero que en principio le parecía un coñazo.
Le dije que la amaba porque era una loca suicida del carajo.
Me dijo que ella también se tocaba pensando en mí.

Estupendo, pensé. Será un programa memorable, divertido, y de paso me vengaré del desaire que me infligió mi ex esposa.

Mi fiel amiga y productora del programa me advirtió que la idea le parecía de alto peligro y consecuencias catastróficas, pero ignoré sus advertencias y le dije que, ante todo, debíamos recordar que nuestra misión era entretener al público los domingos, y presentar a mi amante en televisión no podía resultar siendo aburrido.

En vísperas de viajar a Lima a consumar ese acto vengativo y al mismo tiempo juguetón, cometí la imprudencia de irme de boca y contarle a mi amigo (mientras su amiga dormía sedada) que mi ex esposa había rechazado me invitación al programa (“me arrecha, me arrecha, me ha rechazado”) y que, en su ausencia, había tramado la maldad de invitar a Lucía, mi chica.

No sabría decir si mi amigo odia más a mi ex esposa o a Lucía. No podría medir la intensidad sísmica de su odio. Lo cierto es que las odia a ambas y las odia sin tregua y a una la llama loca y a la otra la llama arribista y trepadora. Debido a eso, me dijo que le parecía una bajeza y una traición que las hubiese invitado a ellas al programa y no a él, que era mi amigo íntimo hacía no sé cuantos años, creo que siete.

Pero tú no puedes ser mi primera dama porque no eres una dama, le dije, sorprendido.

Eres un homofóbico, me dijo él, iracundo. Muestras a tus mujeres, pero a mí me escondes porque te doy vergüenza, añadió, replegado en un mohín.
No te escondo, le dije. Si quieres ven una noche al programa y cuentas que eres mi amigo gay y mi amante ocasional. Pero no puedo pedirte que seas la primera dama del Perú porque se vería ridículo, grotesco.

Jódete en ese país de mierda, me espetó. Ojalá seas presidente para que seas muy infeliz, me dijo.

Consideré oportuno batirme en retirada y no contestar sus insidias.
De regreso en el hotel, leí algo que me había escrito Lucía: “Mi novela saldrá en abril y quiero salir calata en mi foto de la contraportada”.
Esta chica tiene condiciones para ser mi primera dama, pensé, y luego le escribí diciéndole que me encantaría hacerle las fotos desnuda. Para mi sorpresa, aceptó.


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