22.2.10

Patricia y Augusto

No sé qué tendrá que pasar en RPP para que Patricia del Río y Augusto Álvarez Rodrich presenten su renuncia o digan algo (o susurren alguito, o se incomoden un poco).
Y es que lo que está haciendo Raúl Vargas con esa emisra es sencillamente indigno de llamarse prensa.
Como las encuestas señalan que la popularidad de Alan García está -a nivel nacional- por los suelos, Vargas ha decidido servir de pulidor del régimen.
¿Que el modelo no llega a todos?
Pues allí está Vargas para preguntarle al director del programa Juntos las preguntas que sólo le harían en el “Melody” y las repreguntas que sólo le haría su santa abuelita.
-¿Vamos bien, pero podemos ir mejor? –pregunta Vargas.
-Hemos aprendido y claro que vamos a mejorar –le responde el burócrata locuaz.
¿Que en Essalud matan y rebanan y sierran y no pasa nada?
Pues allí está Vargas, en su papel de Jabba the Hutt del palacio de Pizarro, haciéndole “al ingeniero Fernando Barrios”, el director de Essalud y el que paga la publicidad y abona muertos y heridos por cada servicio prestado, la entrevista más horizontal que uno pueda imaginar “con ocasión de inaugurarse este gran hospital de Chiclayo-Oeste, el Luis Heysen Incháustegui”.
¿Que Luis Alva Castro es un monigote con el pelo teñido por Miss Clairol cuyas dos últimas hazañas son haberse enredado con un patrocinio de quince mil dólares a Fabiola de la Cuba y con un aumento de connotaciones delictivas a sus secretarias?
Pues allí va Vargas, en su papel de Chino de la Esquina, diciendo a los millones de oyentes de RPP que él conoce a Alva Castro “por sus preocupaciones filosóficas” y por “su vocación editorial y literaria” (cuando Alva Castro es a la literatura lo que Chemo del Solar al éxito y a la filosofía lo que los ácaros al finado gliptodonte).
Y va enseguida una entrevista que podría ser más útil que un dedo en la garganta a la hora de librarse de un contenido estomacal incómodo.
O sea que Nava, Mirtha y el jefe de todos los capos deben haberse sentado con Vargas y deben haberle dicho que la estabilidad del gobierno y la legitimidad del sistema dependen de RPP y de esta nueva campaña de planchado y pintura.
Y Vargas ha llegado a un arreglo conveniente. Total, si estuvo a punto de viajar a México como embajador de Alan García –y no lo hizo porque Manuel Delgado Parker se lo pidió y le aumentó el sueldo-, ¿por qué no va a oficiar de cataplasma de este contuso gobierno?
Da vergüenza ajena escuchar la agonía de este Vargas. Porque no sólo es un asunto de contenido.
La voz de Vargas era grave y muchas veces noticiosa. Ahora se ha hecho meliflua, zalamera, coqueta bajo cuerda.
Antes sus bajos continuos respaldaban una melodía que iba al son del día y tenía el eco vibrante del directo en directo. Hoy la voz de Vargas parece la de Pedro (también Vargas) cuando cantaba boleros para señoras en un cabaré.
Vargas fue nuestro Wálter Cronkite radial. Hoy es una melopea de Radio Nacional tomada por la Apdayc.
Si Radio Incahuasi –la que Haya usaba para mandar a insultar a sus enemigos- estuviese en el dial, la sacarían del aire por hacerle competencia desleal a la RPP de Vargas.
Pero, bien, el problema ya no es Vargas, que ha decidido ser, como en el viejo icono de la RCA Victor, la voz del amo y jugar a la cocinita con su amigo Alan García.
El problema para mí, lo que me pone tenso y confundido como oyente y colega es no tener una respuesta para la siguiente pregunta: ¿por qué Augusto y Patricia no se ponen en sus trece, pierden el miedo escénico y hacen, sin miedo, las preguntas que (estoy seguro) quieren hacer?
Está muy bien que don Raúl Vargas quiera terminar sus días de radio como lo está haciendo –si Macera bailó con Fujimori, ¡imagínense!-, pero está mal que lo haga en compañía de dos periodistas respetables.
Patricia, Augusto: ¿pueden ustedes hacer algo? Los estamos viendo y escuchando.
Publicado por César Hildebrandt. Blogger. en 19:50 6 comentarios
viernes 19 de febrero de 2010
Jueces apristas

El juez Raúl Rosales Mora –el de la carátula de “Caretas”- ha dado en el blanco: es la imagen perfecta de la judicatura peruana.
Con un añadido: es la imagen perfecta de la judicatura fraguada en Alfonso Ugarte 1012, el domicilio del APRA.
Hay un antiguo entendimiento, casi venéreo, apasionado siempre, entre el APRA y el poder judicial.
Como desde finales de los años 50 del siglo pasado el APRA no pudo tener novelistas ni poetas –toda su “inteligencia” se fue a la izquierda-, entonces el viejo partido de Haya se dedicó a fabricar jueces. Fabricando jueces, como es sabido, se tiene una clave del poder.
Los hizo en la horma de algunas tradicionales Universidades del norte y, más tarde, según el modelo de la Universidad del Centro, fundada por el APRA de Huancayo y apadrinada desde siempre por don Ramiro Prialé.
Años después, esa Universidad central tuvo un vástago limeño que se llamó “Federico Villarreal”.
Yo deambulé alguna vez por esas aulas y me pasaba el día conversando de poesía y musarañas, mirando a una chica maravillosa que cojeaba y hablando con un español sabio -de los más sabios que conocí- llamado Fermín Valverde, un especialista en sintaxis que había sido cura franquista y que había dejado el Vaticano por una Boliviana que bien valía todas las sotanas del mundo y con quien se casó y fue feliz.
En la Villarreal había una maquinaria que no paraba nunca y esa era la de la Facultad de Derecho, que no cesaba de fabricar abogados dispuestos a todo. Dispuestos a ser jueces, para empezar. A ser jueces en un tiempo en el que ningún abogado de éxito quería ser juez (dada la paga formal que se ofrecía).
Hasta de noche funcionaba “Derecho”, con aulas repletas de angurrientos y profesores de calvas aceitosas y grandes voces que reverberaban con la megafonía.
Eran los tiempos en que el Búfalo Pacheco, embajador plenipotenciario del APRA, reinaba a hebillazo limpio en los patios del “claustro”. Y fue la época en que el decano de Educación, Eugenio Chang, protagonizó un incidente extravagante en la puerta de la facultad.
Sucedió que su esposa lo conminó, a la intemperie, a que tomara una decisión. Y lo hizo no sólo en público sino en presencia de la manzana de la discordia, una señorita que daba la impresión de haber ganado la batalla antes de librarla.
Bueno, de esas usinas villarrealinas del derecho (y de otras con el mismo sello partidario) salieron los jueces como Raúl Rosales Mora: disciplinados, lóbregos, impropios.
Se les veía felices en el palacio de justicia –esa mole afrancesada, ese puterío con citas en latín-,
en su tinta junto a sus secretarios, en su hábitat frente a miles de expedientes cosidos. Parecían haber nacido allí.
Y, desde luego, eran parte de la maquinaria de poder del APRA. Eran parte del otrosí aprista: si votas por mí, no olvides que podrás contar con la benevolencia institucional de nuestros jueces.
Una de las pocas cosas buenas que ocurrió a principios de los 90 fue que se barriera con parte de esa red. Claro, en ese momento nadie imaginó que Fujimori era el gánster que llegaría a ser y que la judicatura aprista sería reemplazada, a la larga, por el Chino Rodríguez Medrano y su banda.
Lo cierto es que en el año 2001, cuando los Rosales Mora fueron restituidos por la transición democrática, pocos repararon en el hecho de que esa reivindicación suponía también el regreso masivo del APRA al poder judicial. Retorno triunfal que hoy conoce su más vicioso resplandor.
De toda esa historia vienen estos gatillos, estos revólveres cargados, estas caras que merecen un prontuario, estas “valentías” de mafioso alanista.
Limpiar el poder judicial: otro punto de la agenda para el 2011.



c.h

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