29.6.09

Golpe es golpe, nada lo justifica

Por: Hugo Guerra Editor Central de Opinión

Desde 1981, cuando me tocó reportar largamente sobre la crisis revolucionaria que azotó a Centroamérica, guardo la fuerte impresión de que las sociedades de esta parte del mundo son especialmente complicadas de entender. Su alegría aparente, lo mismo que sus comportamientos un tanto informales, no ocultan formas de raciocinio densas, legalistas y radicales como la de los personajes de Alejo Carpentier.

Eso es, precisamente, lo que impera ahora en Honduras. Esquemáticamente el caso del derrocamiento del presidente Mel Zelaya gira en torno a su decisión de consultar al pueblo sobre la reelección inmediata.

La Corte Suprema de Justicia de Tegucigalpa, así como el Parlamento y el Ministerio Público se opusieron a que pueda revisarse una cláusula fundamental de la Constitución y sancionaron la ilegalidad de la convocatoria.

Como Zelaya persistió, la crisis desembocó en lo que ya sabemos: un golpe de Estado, mediante el cual el mandatario fue secuestrado y deportado a Costa Rica. Luego, se eligió a un presidente interino, Roberto Micheletti, quien ahora está sentado en un barril de pólvora porque, de un lado, difícilmente será reconocido por la comunidad internacional; mientras del otro lado está amenazado por Hugo Chávez y su poderoso ejército que intentaría reponer a Zelaya por la fuerza.

El derrocamiento es, sin duda, atípico. Se oponen dos razones jurídicas perfectamente válidas sobre el papel. Aunque estaba consciente de que era formalmente un delito, Zelaya apeló a la consulta con el pueblo, que es de donde emana la legitimidad del poder. Los golpistas, a su turno, se amparan en que habiendo un fallo emitido por una corte autónoma y con jurisdicción natural, no cabía otra que sancionar al presidente que entraba en rebeldía con el orden del Estado de derecho.

Claro, detrás de las normas del derecho positivo están los principios democráticos, según los cuales y en teoría el sistema político hondureño debería haber encontrado canales pacíficos para someter a un mandatario que quizá intentaba ir hacia un “golpe blanco”, al eludir la normativa existente por imperio del voto popular.

Pero las cosas no han sido así. Micheletti y los militares han preferido incurrir en el golpismo y la inconstitucionalidad de secuestrar y deportar (delitos tipificados) a Zelaya para que el orden se mantenga hasta las elecciones de fin de año.

Tremenda paradoja esta que no esconde otras cuestiones igualmente complejas: la lucha ideológica y los intereses geopolíticos continentales entre el liberalismo (no neoliberalismo) y el proyecto del socialismo del siglo XXI.

Si Zelaya lograba la aprobación de su reforma (la llamada Cuarta Urna), probablemente hubiera seguido un proceso de perpetuación equivalente al de Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega, todos los cuales tuvieron credenciales electorales de partida, aunque después (con mayor o menor énfasis) se han aventurado en modelos autoritarios, so pretexto de que el proyecto socialista tiene características propias ajenas a la democracia burguesa.

Pero aun ese riesgo no puede justificar que un gobierno nacido de la voluntad ciudadana se interrumpa abruptamente. Golpe es golpe y afirmar lo contrario sería incurrir en complicidad con un mecanismo de usurpación del mando absolutamente reñido con las auténticas convicciones democráticas latinoamericanas. Y de eso sabemos bastante los peruanos, que dimos batalla al modelo fujimorista cuando, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo, dio un autogolpe de Estado el 5 de abril de 1995.

Por lo demás, es perversamente irónico que hoy Hugo Chávez —el mayor desestabilizador de nuestro continente— sea el que se presente como paladín de la democracia, amenazando con una intervención de su poderoso ejército para reponer a Zelaya.

En 1954, el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz fue derrocado en el umbral de un conflicto interno de tres décadas que le costó la vida a unas 300 mil personas. Hoy es difícil imaginar que sobrevendrá, pero la gran conclusión de circunstancias es que en pleno siglo XXI, cuando se pensaba que ya habían terminado las aventuras políticas del pasado, vuelven a reproducirse dolorosamente las crisis propias de la Guerra Fría y la estupidez humana.

San José de Costa Rica,
junio de 2009

EL COMERCIO

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