30.6.09

Para Alfredo Bryce

Por: Mariella Balbi

“La esposa del Rey de las Curvas” es el último libro de cuentos de Alfredo Bryce. Lo tituló así porque, cuando niño, la chispeante fantasía del escritor hizo que le asegurara a todo su colegio que él —pese a su poco castizo apellido— era hijo del corredor de autos Arnaldo Alvarado (1911-1998), a quien sus paisanos de Puquio, Ayacucho, bautizaron con ese contundente apelativo. Ahora los jóvenes no saben quién es, pero los más vejancones lo admiraron y le profesaron cariño. Rápidamente se convirtió en un ídolo de las multitudes de aquella época, cuando el Perú no tenía aún los 29 millones de habitantes de hoy. Entonces, la “adopción” de Bryce es totalmente comprensible.

La ciudad de Cangallo (Ayacucho) es capital de la provincia del mismo nombre, que alberga entre sus distritos a Chuschi, donde Sendero Luminoso inició su lucha armada. Hacia 1950 —cuando esa violencia no existía— Cangallo había logrado asfaltar cuatro cuadras, convirtiéndose en un orgullo local. La admiración hacia “El Rey de las Curvas” estaba en su esplendor y este distrito, lleno de imaginación, quiso que Alvarado recorriera con su bólido llamado Ladrillo, las noveles pistas de la ciudad. Siendo hijo de Ayacucho no se podía negar, el único problema era que no había una carretera que llegara a Cangallo, estaba incomunicada. Pero el entusiasmo lo puede todo.

Decidieron los cangallinos que —a la usanza de un trono—transportarían a “El Rey de las Curvas” y, por supuesto, a Ladrillo en una plataforma que cargarían los ansiosos pobladores por quebradas y caminos. Tomó su tiempito, pero llegaron a Cangallo en medio de gran expectativa. La ciudad vibraba de felicidad y orgullo. La partida se ubicó en la primera cuadra. El corredor metió fierro a fondo a su bólido y en instantes llegó a la meta. El júbilo era total, las celebraciones no se hicieron esperar. Salieron carneros, cuyes, chicha, baile, una fiesta cabal. “El Rey de las Curvas” regresó de la misma manera como vino, cargado en andas que lo dejaron en la ruta convenida. Quien cuenta esta anécdota es el profesor Solier —testigo de los hechos, mas no pariente de Magaly—, propietario del hospedaje Argentina, el mejor de la ciudad. Cuando le preguntaron cómo hicieron para cargar todo ese peso, respondió: “Fue fácil, eran 100 jóvenes, pues”. La historia fue recogida por Lalo Burga, lector de Bryce, apasionado de los fierros, gran conocedor del Perú y fascinado por su realismo mágico.

EL COMERCIO

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