24.6.09

La lengua era su patria

Por: Abelardo Sánchez León

Manuel Benza y Leopoldo León me llevaron, hace muchísimos años, a visitar a una pareja de ancianos húngaros que vivía en una casita de Miraflores. La casita quedaba en una calle que bien podría llamarse Francia. Tenía las cortinas cerradas y lo que predominaba en su interior era la oscuridad. Los habían conocido por azar y quedaron fascinados de su vasta formación humanista.

En aquella época, Hungría era un país de 10 millones de habitantes y los magiares eran los únicos en el mundo que hablaban húngaro. La pareja, sin embargo, se desenvolvía bastante bien en un precario castellano. Para ellos, la lengua era su patria. No recuerdo cómo es que habían llegado al Perú ni adónde se dirigirían luego. De lo que sí estaba seguro es que se trataba de unos exiliados que se encontraban de paso. Lo habían dejado todo. No tenían edad para nostalgias y en sus ojos se percibía el secreto descubrimiento de la soledad.

Después de ofrecernos una tacita de té, él nos dijo que ser sociólogos no significaba que fuéramos necesariamente buenas personas. Las buenas intenciones, lo remarcaba con énfasis, no traen siempre buenos resultados. Hungría es un país que ha conocido al invasor: primero a los turcos y luego a los soviéticos, y nos daba la impresión de que ambos sabían de lo que hablaban. Ella estaba medio ciega y dependía, en gran medida, de él. Todo era viejo en esa casita. Y nosotros tres éramos unos entusiastas alumnos que creíamos en el cambio social. Sobre todo Manuel, que incluso creía en la política. Y Leopoldo, uno de los pocos maoístas en la universidad, un verdadero convencido de la revolución.

Lo suyo era pensar y leer. Antes de apagar la luz del velador, leían poesía de su país. Y a estas alturas de la vida, creo que esas tres tardes que pasamos juntos han quedado grabadas en nuestra escurridiza memoria. Por un instante, incluso, ahora que leo los diarios de Sándor Márai, aquellos que van de 1984 a 1989, he imaginado que esos dos ancianos húngaros eran nada menos que Sándor Márai y su esposa Lola. Que venían de Salerno y se dirigían a Nueva York y de allí a San Diego. Leo: “En la habitación del enfermo, como en la cárcel, el tiempo no existe”. Pero debo decir que me cuesta imaginármelo viudo, suicidándose de un disparo, a los 89 años de edad.

EL COMERCIO

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