24.9.09

Matrimonio

César Hildebrandt
Columnista

Esa pareja mataba el tiempo haciendo cada uno lo suyo. Uno leía el periódico que repetía a la televisión que la otra veía. Así, cada tarde y, a veces, cada noche. A veces, sin embargo, era al revés: él veía la tele y ella leía el periódico. El reparto de la tele había sido una de las más complicadas negociaciones de esa guerra librada y acabada.

Una comía tostadas a solas y el otro masticaba una manzana a solas. Iban a la cocina y se preparaban algo rápido, lo suficientemente rápido como para no tropezarse con el otro. Eso sí, dejaban todo limpio. Porque si algo no se había desvanecido en esa casa eran las buenas maneras.

A solas pero bajo el mismo techo le hablaban al espejo del baño, que parecía conservar, pero sólo para ellos, la imagen de lo que habían sido: más que un espejo era un reservorio de la memoria, un archivo benévolo que les devolvía el rostro del pasado. Bien por ellos.

Uno por uno le hablaban al espejo, a solas. A solas odiaban, muchas veces, lo que al otro podía hacer feliz y a solas se alegraban por el traspié escuchado en la otra habitación. Porque eso sí: compartían el baño pero tenían dormitorios separados. Separados y juntos.

Uno se rascaba el bigote y la otra, encerrada en el baño, se limaba las uñas. A solas se reían de lo que todavía era risible y a solas se emocionaban (a veces hasta las lágrimas) de aquello que alguna vez había podido emocionarlos.

A solas se recordaban, por separado. Ella recordaba la vez primera en que pensó que su marido era insoportable. Él recordaba las veces que había tomado la indecisión de irse de su lado.

Masticaban a solas y se mataban juntos pero a solas.

Y miraban a solas lo que antes miraron juntos y se juntaban para las bodas, los cumpleaños y los funerales. Iban a solas pero más juntos que nunca. Sólo la muerte los separaría.

LA PRIMERA

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