14.1.10

El crítico y mi amigo

Autor: Jaime Bayly



Aquel sábado malhadado un crítico de televisión publicó una columna en un diario de Lima afirmando que mi amigo Luis Corbacho, uno de los productores periodísticos del programa que dirijo en un canal de noticias internacional, estaba viviendo conmigo en Bogotá y sugiriendo que Luis trabajaba poco o trabajaba mal.

Ese mismo día llegué a Lima en un vuelo desde Bogotá y no me enteré de lo que había escrito el crítico porque pasé toda la tarde durmiendo y luego salí a tomar el té con mis hijas y su madre y no me detuve a leer los diarios.

A la noche encontré un correo de Luis en el que me expresaba su indignación por lo que había escrito el crítico de Lima (que él había cometido la imprudencia de leer por Internet). Antes de llamar a Luis, abrí el periódico y leí la columna. En efecto, el crítico había incurrido en una inexactitud (Luis no vivía conmigo en Bogotá ni tenía planes de hacerlo y trabajaba para el programa desde Buenos Aires) y se había permitido una mezquindad (Luis y mis productores en Buenos Aires trabajan bastante, y bastante bien: se pasan el día viendo con ojo alerta los informativos, graban todo lo que les parezca de interés, lo editan a toda prisa y lo envían digitalmente a mis editores en Bogotá: no es poco trabajo y lo hacen con aplomo, eficacia y buen juicio).

Llamé a Luis, escuché sus quejas, le dije que compartía su desazón (el crítico había publicado una falsedad, que Luis vivía conmigo en Bogotá, y había sugerido otra, que Luis era un productor holgazán, apático o sin mayores responsabilidades), le pedí que no se tomara tan a pecho las críticas de un crítico, le recordé que si había decidido escribir su nombre entre los créditos de los productores que aparecían en la pantalla al terminar el programa sería inevitable que muchos (como el crítico) insinuaran que él trabajaba conmigo porque era mi amigo y no porque era un buen productor y, en fin, le dije que en estos casos lo mejor era no hacer nada, que cuando te atacan (incluso injustamente o con inexactitudes) lo mejor es no contestar, porque cualquier intento de aclaración o desmentido acaba siendo contraproducente, un despropósito, pues hace más llamativa la crítica del crítico y dignifica al crítico o le concede un poder mayor del que debiera tener sobre nuestro humor y nuestras convicciones.

Dicho todo eso, Luis me recordó su insuperable enemistad con todo lo peruano y yo le recordé mi inevitable ligazón con todo lo peruano (al menos mientras mis hijas vivan en Lima).

Cuando nos despedimos, Luis estaba furioso con el crítico, con todo lo peruano y conmigo por ser peruano, y yo estaba furioso con el crítico y con Luis por estar furioso conmigo cuando yo no tenía la culpa de nada (fue él quien decidió escribir su nombre en los créditos y se expuso de ese modo a que la crítica, como era de esperar, fuese suspicaz y mezquina con él y menospreciara su trabajo, deslizando la insidia de que trabaja en el programa no por sus méritos sino por razones sentimentales).

Enseguida llamé por teléfono a Ximena, la mejor y más leal y afectuosa de mis amigas, y le conté el problema y, dado que ella era amiga del crítico, le pregunté qué me aconsejaba. Sabiamente, Ximena me aconsejó no hacer nada. No valía la pena llamar al crítico a aclararle que Luis no vivía conmigo en Bogotá ni a asegurarle lo que el crítico no quería creer: que Luis trabajaba con empeño desde Buenos Aires y no era ningún haragán. Coincidí con Ximena: lo mejor era no hacer nada, no llamar al crítico, no aclararle nada y aguantar un golpe más, gajes del oficio.

Luego tomé unas pastillas y me dormí a las nueve de la noche. Desperté a las tres de la mañana, tomé más pastillas y desperté a la una de la tarde. Había dormido muchas horas. Me sentía espléndido o esplendoroso (que es una manera afeminada de sentirse espléndido). La opinión del crítico, de cualquier crítico, de todos los críticos, me valía madre, quiero decir que me importaba un carajo partido por la mitad.

Sin embargo, el daño ya estaba hecho: Luis seguía descorazonado por lo que consideraba un ataque venenoso. Alegaba, y con razón, que el crítico (o cualquier crítico) podía detestar el programa y encontrarlo del todo despreciable, pero no tenía derecho a esparcir mentiras sobre él: que Luis vivía conmigo en Bogotá (cuando ni siquiera yo mismo vivo conmigo en Bogotá) y que Luis no trabajaba mayormente, dado que el programa no era uno de entrevistas (en realidad, es bastante más simple conseguir un invitado que grabar, editar y enviar cuarenta sound bites cada día, pero esto el crítico no parecía advertirlo).

Curiosamente, y sin que pudiera explicarme esta decisión, y una vez que estuve de vuelta en Bogotá, le escribí a Luis diciéndole que prefería que no viniera a visitarme por las fiestas de fin de año. El pasaje ya estaba comprado; la fecha de su viaje, pactada; el viaje, acordado; pero ahora, para no darle la razón al crítico siquiera por una o dos semanas (el tiempo que Luis pensaba pasar conmigo en Bogotá), yo terminaba dándole al crítico todo el poder que no quería concederle (Luis no vivía conmigo en Bogotá ni vendría nunca a visitarme: de ese modo la falsedad escrita por el crítico sería tan rotunda como perpetua) y castigando a mi buen amigo (“es mejor cancelar tu viaje porque si te ven a fin de año conmigo en Bogotá no podrás afirmar que el crítico mintió en toda la línea”).

Luis me expresó su desconcierto y perplejidad y dijo que mi decisión le parecía injusta y todavía más cruel que la crítica del crítico. Sin duda, tenía razón.

Yo sólo pude fatigar un argumento ya bastante socorrido:
-Por razones de salud, prefiero estar solo.
Se trataba de un argumento que no por trillado era menos cierto. Siempre, en cualquier caso, en todos los casos, era verdad que por razones de salud yo prefería estar solo.
De modo que no mentí, pero ya el daño estaba hecho y Luis ahora me escribía diciéndome que no quería hablar conmigo y prefería confinar nuestra comunicación al ámbito mudo y distante de los correos electrónicos.

A esas alturas del conflicto, y viendo cómo había escalado la tensión a raíz de un pequeño artículo de prensa, advertí que el crítico, sin proponérselo, había conseguido lo que parecía exigir en su columna: que yo tratase al señor Luis Corbacho no preferentemente como mi amigo, sino fría y profesionalmente como mi productor periodístico. El crítico no lo decía de ese modo literal, pero al insinuar que yo le había dado trabajo a un amigo sin que él lo mereciera ni demostrara aptitudes para dicho empleo, de cierta manera tal vez estaba sugiriendo o reclamando que yo examinara mi relación con Luis y no lo tratara ante todo como un amigo con privilegios, sino como un colaborador como cualquier otro del programa.
Siendo el señor Luis Corbacho el mejor y más leal y afectuoso de mis amigos, me rebajé sin embargo a la ruindad de tratarlo como si sólo fuera un productor periodístico a la distancia y cancelé sin explicaciones ni disculpas su viaje a Bogotá (un viaje que, obviamente, él pensaba realizar en su condición de amigo mío y no de productor del programa).

La crítica del crítico (que Luis nunca debió leer y yo tampoco: de no haberla leído, seguiríamos siendo amigos y yo esperaría con impaciencia su visita en pocas semanas) sirvió entonces para enriquecer o mejorar el programa que el crítico criticaba (sin duda Luis hará mejor su trabajo desde Buenos Aires que visitándome dos semanas en Bogotá a fin de año) y sirvió también para recordarme lo que torpemente quise negar o soslayar tras leerla: que Luis Corbacho es el mejor y más leal y afectuoso de mis amigos, trabaje o no trabaje conmigo (y dicho sea de paso, espero que siga trabajando conmigo hasta que me jubile, me despidan o me muera, pues trabaja estupendamente bien, aún mejor de lo que sabe quererme como amigo).



PERU21

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