14.1.10

La conspiración

He sido decapitado por una conspiración de mediocres, envidiosos y trepadores.

Subestimé el poder malévolo de mis enemigos y su capacidad para intrigar en las sombras y tramar mi caída.

Los apandillados me atacaron por varios frentes a la vez. Eran numerosos y me odiaban como odia el que viene a cortarte la cabeza, con la mirada nublada por la abyección y las comisuras de los labios mojadas por una baba vil, espumosa.

Me hallaba descansando cuando fui cercado por los revoltosos. El asalto me pilló por sorpresa. Sabía que los conjurados eran un puñado de facinerosos que me odiaban sin razón alguna o por la más humana de las razones: porque imaginaban que mi vida era mejor que las suyas y que yo descansaba más a menudo que ellos. Lo que ignoraba (y ese despiste hubo de costarme la vida) era que, siendo idiotas, eran sin embargo capaces de urdir un complot para matarme y ejecutarlo a sangre fría. Olvidé que a menudo los idiotas son los asesinos más brutales y por eso ahora mi cabeza mutilada exhalaba estos últimos estertores a varios metros de mi cuerpo exangüe.

Mis tropas más leales se encontraban lejos, en el río de La Plata, diezmadas por el hambre y el frío.

Solo podía combatir con mi lengua viperina, arma con la que había despellejado a numerosos enemigos. Esta vez, sin embargo, resultó insuficiente para defenderme.

Los conspiradores me atacaron por varios frentes, simultáneamente.
Escapando de su cautiverio, La Foca Amaestrada abalanzó su colosal dimensión mamífera sobre mí, dispuesta a destriparme y devorarme crudo. La Foca Amaestrada odiaba por instinto a toda criatura a la que viese comiendo. La Foca Amaestrada poseía un apetito descomunal, insaciable, y solía tragarse a todos los que osaban comer lo que ella quería comer (y ella quería comérselo todo). Para mi desdicha, me vio comiendo alguna vez y en ese momento decidió que hincaría sus dientes en mis carnes flácidas y se daría un banquete conmigo.

Hermanados por el rencor, la desdicha y la mediocridad, El Tonto Útil y El Cuervo saltaron sobre mí y me atacaron a golpes y picotazos. El Cuervo se posó sobre La Foca Amaestrada y lanzó unos graznidos triunfales y luego me arrancó un ojo. El Tonto Útil (útil para su jefa, La Foca Amaestrada, e inútil para todo lo demás, salvo para darme con un palo en la cabeza) supo engatusarme antes de la conspiración y hacerme creer que era mi amigo o por lo menos mi aliado. Subestimé su codicia. Examiné su mirada bovina y pensé: Este Tonto es tan Tonto (lo que en España se conoce como un “Tonto del Culo”, o en el Perú se conoce como un “Huevón a la Vela”) que no tendrá valor de amenazarme. Quien lo envenenó contra mí fue El Cuervo. Durante años yo le di de comer al Cuervo. Nunca lo enjaulé, nunca le arrojé agua ni le grité improperios. Venía al patio de mi casa y le tiraba migas de pan, semillas y galletas y El Cuervo las tragaba a toda prisa. Pero ya se sabe que los cuervos no tienen memoria para la gratitud. Por eso El Cuervo se hartó de comer migas de pan y un día, fiel a su naturaleza, y azuzado por La Foca Amaestrada (que fue quien lo tramó todo e instruyó a sus sicarios para emboscarme), decidió que jugaría con mis tripas. Debí suponerlo. El Cuervo era muy feo (más feo que un cuervo normal) y muy infeliz (más infeliz que un pájaro cualquiera) y para vengar esas afrentas debía traicionarme y comerme, o comer los restos que le dejaría La Foca Amaestrada, que no serían muchos, dado su apetito inmoderado.

El Sepulturero apareció con una vieja pala de origen cubano (una pala con la que decía haber remado en balsa desde La Habana hasta Cayo Hueso), dispuesto a cavar una fosa y enterrarme vivo, o a enterrar los huesos que quedasen de mí. A primera vista, El Sepulturero parecía una persona mediocre y confiable (sobre todo, mediocre). No lo creía capaz de tramar una emboscada contra mí (en realidad, no lo creía capaz de tramar nada). Debí estar más atento. Alguien me había contado que El Sepulturero había enterrado vivos a centenares de hombres y mujeres, muchos de ellos jóvenes, saludables (incluso, famosos), a los que arrojaba a la fosa que recién había excavado y los cubría de tierra hasta ahogarlos a pesar de sus súplicas. No conocía la piedad ni la clemencia al momento de dar sepultura a sus víctimas. Cumplía su misión sin vacilar, alisándose el bigote y disfrutando de su ruindad. A pesar de que era casi un anciano, hundía la pala y vertía la tierra pedregosa con un vigor de origen satánico. El Sepulturero me había jurado lealtad. Fui lo bastante incauto para creerle. El Sepulturero solo podía ser leal a un empeño torvo e infatigable: cubrir de tierra a todo el que pareciera más inteligente que él. Huelga decir que El Sepulturero era más tonto que un conejo ciego o una gallina asustada, y lo peor era que él mismo lo sabía, y por eso no había día en que no estuviera excavando y sepultando a gente a la que odiaba tan solo porque le recordaba su abrumadora estupidez, una estupidez que él vengaba con su vieja pala cubana, segando esas vidas menos idiotas que la suya, que eran muchas vidas y por consiguiente le imponían una tarea ardua, extenuante y con seguridad infinita.

Pronunciando oraciones en latín y esparciendo agua bendita a su camino, La Beata en Celo (una criatura de aspecto femenino, tomada por todos como mujer, pero dotada de un pene de diecinueve centímetros de longitud) me atacó por la retaguardia (esta era, desde luego, su especialidad), auxiliada por su fiel lazarillo y proveedor de pócimas letales, El Enano Intrigante, amigo y confidente de La Momia Inmortal, quien lo abastecía regularmente del veneno más letal: su saliva atrabiliaria. La Beata en Celo, disimulando su abultada genitalidad debajo de un vestido negro muy de señora de alta sociedad, me había untado con lisonjas y zalamerías durante años, pero secretamente me odiaba por dos razones que solo alcancé a comprender cuando la tuve de rodillas encima de mí, clavándome un crucifijo, echando baba y gimoteando como una poseída por Lucifer (un momento en el que de pronto me pareció idéntica a la Momia Inmortal): que yo sabía leer y escribir y ella no conocía comercio alguno con las palabras, y que yo me declaraba agnóstico, lo que a ella, una fanática religiosa (o, cuando menos, una fanática de arrodillarse) le resultaba intolerable. La Beata en Celo no podía tolerar que alguien se atreviera a dudar de lo que ella no permitía poner en entredicho: que ella batallaba en el Ejército de Dios Todopoderoso y que los agnósticos batallábamos en el Ejército de los Impíos y los Herejes, en el Ejército del Mal, un Ejército Impuro que ella se había impuesto la misión de aniquilar (tal vez porque le recordaba las impurezas de su entrepierna). Por eso, para disipar esa duda como quien disipa una niebla inconveniente, la Beata en Celo se quitó los zapatos y el vestido (dejando ver un bulto amenazante, del tamaño de una boa constrictora) y se sumó a los mordiscos de La Foca, a los golpes del Tonto Útil, a los picotazos del Cuervo, y no vaciló en escupirme sus venenos y en clavarme en el pecho un crucifijo filudo que creo que sacó del sostén.

Cuando yo estaba agonizando y a duras penas podía escuchar los eructos de La Foca Amaestrada y ver al Sepulturero cavando la que con seguridad habría de ser mi tumba y sentir al Cuervo refocilándose con mis vísceras, de pronto me atacó, arrojándome frutas tropicales desde un cocotero (papayas, piñas, cocos, bananos), una criatura en apariencia amigable, pero que resultó desleal en la hora de mi desgracia: El Chimpancé Domesticado. ¿Por qué se ensañó conmigo El Chimpancé Domesticado, cuando yo le había dado de comer tantas veces a él y a su mona lujuriosa? Porque El Chimpancé Domesticado, no obstante su aire juguetón y su frenesí saltimbanqui, vivía aterrado de La Foca Amaestrada y temía que un día La Foca lo viera comiéndose un maní o un banano y viniera a comérselo a él (como ya se había comido a muchos otros macacos, por el mero hecho de verlos comer, lo que convertía a La Foca en esa bestia depredadora que ella no podía evitar ser). Fue por eso que El Chimpancé Domesticado me arrojó frutas tropicales (especialmente piñas, parecidas a su cara) cuando yo era ya menos un hombre que un cadáver: para salvar la vida y adular a su jefa, La Foca Amaestrada, esa criatura bigotuda y adiposa que, para aplacar su hambre, decidió arrancarme la cabeza y comerme crudo.

¿Cómo podía, estando yo dormido, y no teniendo noticias de la siniestra conspiración, enfrentar a tantos enemigos a la vez: a la Foca Amaestrada, al Tonto Útil, al Cuervo, al Sepulturero, a la Beata en Celo, al Enano Intrigante, a la Momia Inmortal (proveedora del veneno que obtenía de su saliva) y al Chimpancé Domesticado?

Estaba perdido. Eran muchos y al parecer los unía la fiera determinación de que mi cabeza debía rodar por los suelos, como en efecto acabó rodando.
Lo que ninguno de mis enemigos sabía (y eso me permitió la mueca de una última sonrisa) era que mi cuerpo se hallaba intoxicado por una enfermedad y que, al devorarme en esa orgía vengativa, en ese festín que celebraba todo lo innoble y desleal, estaban tragando también el veneno que fluía por mi sangre y corroía mis entrañas, un veneno todavía peor que la saliva de la Momia Inmortal. Lo que ninguno de los conspiradores y apandillados sabía era que yo sería, para todos ellos, La Última Cena, y que no muy lejos de donde quedó despanzurrado mi cadáver, ellos perderían también la vida, intoxicados por mi carne putrefacta.

La única que salvó la vida fue la Momia Inmortal, quien, enterada de mi deceso, lanzó una risotada de hiena y luego arrojó un escupitajo sobre su imagen reflejada en el espejo, haciendo trizas el espejo, tal era el poder destructivo de su saliva.


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