14.1.10

El museo de mi memoria

Autor: Jaime Bayly
Si me preguntan cuántos amigos tengo, y respondo honestamente, tendría que decir: en el peor de los casos, ninguno; en el mejor, dos.
Lo que no me queda claro es si nunca tuve amigos o si los fui perdiendo porque no sé cuidarlos, cultivar la amistad.
Podría decir que Martín es mi amigo, pero trabaja conmigo, le pago, y si le pagas a una persona es lícito sospechar que su amistad no es del todo desinteresada.

Podría decir que Ximena es mi amiga, pero también le pago. Quiero creer que seguiría siendo mi amiga si dejase de pagarle, pero es un hecho que los únicos amigos que me han quedado son aquellos a los que les pago.
Es el caso de Sofía, que fue mi esposa y es la madre de mis hijas y podría pensar que es mi amiga, pero todos los meses debo darle dinero, todo el dinero que ella quiera o necesite, y por consiguiente puedo sospechar que me quiere porque le doy dinero y que tal vez dejaría de quererme si dejase de darle dinero.

Podría decir que Enrique es mi amigo, pero es mi abogado y le pago cuando es menester y entonces la amistad se entremezcla con el dinero y no sé si seguiría siendo mi amigo si yo dejase de tener dinero y ser su cliente y si él no guardase en su caja fuerte los cheques que le dejo firmados.

Esos son mis mejores amigos, los que me escriben correos todos los días, los que se preocupan por mí, y no debería dudar de que son mis amigos, pero es un hecho revelador y en cierto modo inquietante que todos reciben dinero de mí, que a todos les pago (y les pago sin mezquindad, les pago generosamente, que es lo que merecen), lo que siembra la duda de que esa amistad, tal vez siendo noble y bien intencionada, se ve estimulada por los pagos que reciben. Si no les pagase, ¿seguirían siendo mis amigos? No lo sé.

Después hay un cementerio donde están enterrados decenas de sujetos que en algún momento pensé que eran mis amigos pero que no lo son más, son amigos perdidos, amigos muertos, amigos falsos que nunca fueron amigos de verdad y que el tiempo descubrió como impostores o embusteros.

Me asusta recordar cuántos son, leer sus lápidas en el museo de mi memoria.
Del primer colegio recuerdo que tuve algunos amigos que ahora no sé si están vivos o muertos. Fue mi amigo José Antonio Arteaga. Fue mi amigo el gordo ”scar Herrada. Fue mi amigo Guillermo Chávez. Ninguno siguió siendo mi amigo después del colegio. O sea que fuimos amigos porque estábamos obligados a vernos en el colegio. Pero cuando cesó esa obligación, cesó también la amistad. De todos ellos el mejor fue Arteaga y ahora no sé si está vivo o muerto y lo peor es que me da casi igual.

Del segundo colegio recuerdo que tuve dos amigos, Ivo John Alza y Jorge Bermúdez Lara. No sé nada de ellos, no he vuelto a verlos. Alza apareció una vez en televisión diciendo cosas amables de mí. Bermúdez era un mujeriego de cuidado y supe que trabajaba en un banco y después no supe más de él. Como a los amigos del primer colegio, dejé de verlos cuando terminamos quinto de media. Eran, pues, amigos temporales, circunstanciales, por compromiso.
Luego recuerdo el tiempo del periódico, en el que tuve muy buenos amigos: Federico Salazar, Carlos Espá, Enrique Ghersi, Iván Alonso, Freddy Chirinos, Pablo Cateriano. Federico es un amigo digamos histórico y lo aprecio de veras, pero no nos vemos salvo por casualidad, no sé su teléfono ni la fecha de su cumpleaños y creo que su esposa no me quiere porque no me invitaron a su boda. Espá resultó un petulante envarado, un trepador y un falsete.
Enrique Ghersi ha estado conmigo en las buenas y en las malas y es de una astucia y una lealtad incalculables y ha ganado siempre todas nuestras batallas legales y nunca ha querido cobrarme como abogado, pero si insisto en pagarle tampoco se resiste y cobra lo que en justicia le corresponde.

Creo que es el más inteligente y astuto de los amigos del periódico y no sé si es mi amigo porque me tiene cariño o porque no quiere correr el riego de tenerme como enemigo o por ambas razones. Iván Alonso no ha tratado de ser mi amigo pero tampoco ha tratado de ser mi enemigo y cuando nos hemos encontrado me ha parecido que me tiene simpatía. Lo mismo puedo decir de Freddy Chirinos y Pablo Cateriano. Hace poco nos encontramos en una fiesta y sentí que, si bien nos vemos en muy contadas ocasiones, somos amigos o somos el recuerdo de los amigos que fuimos y prevalece el recuerdo a esa amistad o el respeto a la entrañable amistad de los tiempos del periódico; pero sentí también que, ya quebrado el periódico, no podemos ser los amigos que fuimos y que nuestra amistad duró mientras existió el periódico y en cierto modo pereció cuando quebró el periódico.

He trabajado veintiséis años en la televisión, en la televisión de Lima, de Santo Domingo, de Miami, de Buenos Aires, de Santiago de Chile, de Bogotá, de Guayaquil, y por supuesto no me ha quedado ningún amigo, porque en la televisión no hay amigos, solo hay dos tipos de enemigos: los que trabajan en los canales de la competencia y los que trabajan en los canales donde uno trabaja, que son los más pérfidos y temibles. Mi memoria reúne borrosamente a una gavilla de hampones y facinerosos con los que trabajé en distintas televisiones: un tal Peláez, un tal Chinches, un tal Orué, un tal Tony Pérez, una tal Vicky Saviola, un tal Horacio Grimberg, una tal Isaura Cordero, una tal Coca Gibson, un tal Colchado, un tal Méndez, pandilla de bribones que simularon ser mis amigos mientras les tocaba trabajar conmigo. Es imposible hacer amigos en televisión, solo cabe hacer aliados o acumular enemigos, y tarde o temprano tus aliados te traicionan y terminan siendo tus enemigos.

Tampoco he podido hacer amigos entre los escritores. Los escritores peruanos, todos sin excepción, las vacas sagradas y los aspirantes a vacas sagradas y las eternas promesas y los jóvenes valores y los escritores frustrados (que se agazapan y hacinan en las trincheras del periodismo y disparan desde allí sus dardos envenenados), han sido bastante cabrones conmigo, unos por pura envidia, otros por quedar bien con sus amigos intrigantes, otros por borrachos, plagiarios, trepadores o pusilánimes y los demás porque les nace ser cabrones y odiar o menospreciar al que tiene la insolencia de ser un escritor y plantarse a competir con ellos. Los escritores latinoamericanos o españoles, con la solitaria excepción de Roberto Bolaño, que fue mi amigo, también han sido bastante cabrones conmigo, elogiándome en privado y criticándome en público, o criticándome en privado y también en público y sobre todo en los periódicos cuando no había necesidad de ensañarse de esa manera con un colega a fin de cuentas, y ninguno, salvo Bolaño, se ha jugado los cojones por mis libros como se los jugó Bolaño. Podría mencionar nombres, pero no vale la pena, son escritores lastrados por la envidia y la vanidad, escritores a punto de tener talento, escritores hermanados en la cofradía del chisme y el intercambio de lisonjas, escritores que necesitan insultarme o hacer escarnio de mí en tal o cual columna misérrima para sentir que escriben mejor que yo: menudo hato de papanatas que se creen mejores escritores meándose sobre otro escritor.

En los tiempos de la universidad tuve dos amigos, Carlos Montoya y Carlos Gómez, y una amiga, Daniela Gandolfo. Los tres viven en Estados Unidos y dejaron de ser mis amigos cuando publiqué mis primeras novelas. Montoya terminó trabajando como gerente de una pizzería en Raleigh. Gómez se enamoró de la hermana de Montoya y se convirtió en predicador religioso en Raleigh. Gandolfo es profesora de una universidad en Connecticut. Ninguno de los tres tiene deseos de verme.

Los Vargas Llosa son caso aparte. Mario fue muy generoso en ayudarme a publicar mi primera novela. Sin embargo, cuando su hijo Álvaro tomó una decisión que él no compartía (darle una puñalada trapera a Toledo), me culpó a mí, llamándome “intrigante y chismoso”, y se abstuvo de reprobar la conducta bochornosa de Toledo respecto de una hija que se negaba a reconocer. Años después, nos encontramos en Guadalajara y sentí que habíamos recuperado la amistad. Esa ilusión duró poco: en una entrevista que concedió en Lima, me llamó “payaso”. Estaba claro que si me llamaba payaso, mi amistad le importaba poco. Álvaro es una de esas personas intransigentes que siempre encuentran una razón de índole moral para pelearse con los amigos.

Entre sus principios (o la percepción que él tiene de sí mismo: que es un cruzado insobornable de la decencia cívica y la pureza ética) y la lealtad a un viejo amigo, no tiene reparos en guillotinar al amigo, como hizo conmigo.
En conclusión, no me ha quedado un solo amigo del colegio ni del periódico ni de la universidad ni menos de la televisión o la política y no me quejo y esta crónica ciertamente no ayudará a recuperar a ninguno.

Sin embargo, si me imagino pobre y desgraciado, enfermo y arruinado, creo que Sofía y Ximena, aun si no tuviera más plata para pagarles, seguirían siendo mis amigas. Estoy seguro de que ellas no me van a abandonar y decepcionar, o eso quiero creer ahora que es un día de fiesta.

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