14.1.10

No me digas que fue un sueño

Autor: Jaime Bayly



Es jueves a mediodía. He llegado a Lima. Camino masivamente dopado al banco. Mi hija menor me acompaña. No consigo sacar plata del cajero, las pastillas me tienen atontado. Mi hija aprieta los botones por mí y retira el dinero. Luego volvemos a la casa tomados de la mano. Ella sabe que estoy intoxicado y tal vez por eso no me suelta la mano. Me protege. Siento que me quiere.
Me echo en la cama y duermo unas horas. Cuando despierto he vuelto a ser yo mismo. Los vuelos de madrugada son una agresión brutal a mi identidad: la disuelven, la borran, la confunden, me dejan sin saber bien quién soy o qué quiero. Las pastillas también me confunden, me aturden, me ahogan plácidamente en el fondo del mar de los sueños y las tinieblas.

En la tarde viene el señor y nos vende dos computadoras que Sofía esconde para que las niñas se lleven una sorpresa cuando abran sus regalos. Yo miento con aplomo: les digo a las niñas que no conseguí las computadoras en Bogotá, mil disculpas, ya las compraremos en Nueva York en enero. Me creen. No dudan de que soy un zángano y un inútil y que ni siquiera me he acercado a la tienda de computadoras en Bogotá. Tanto mejor. Se llevarán una sorpresa. Ellas siempre eligen sus regalos y hasta los compran y los envuelven y se los entregan a sí mismas, pero esta vez Sofía y yo hemos tramado delicadamente la conspiración y ellas no parecen sospechar nada.
A la noche todo es bello, armonioso, perfecto, como si fuera un sueño. Me siento en la cabecera y contemplo la belleza que me rodea y sobrecoge: la decoración, el árbol, las luces, los regalos en un papel estrambótico, la mesa, las sillas, el mantel, los platos, las servilletas, cada pequeño detalle que revela el talento natural de Sofía para embellecer todo lo que toca y de paso para embellecer mi vida que ella decidió tocar para mi inmensa fortuna. Pero lo que más me conmueve es contemplar la belleza de esas tres mujeres que comen y beben y ríen y no parecen demasiado conscientes del milagro que habita en sus sonrisas y de la magia navideña que exudan y de la radiante felicidad de la que me contagian. Todo es increíblemente bello y feliz, tanto que no podría ser cierto, verdadero, pero es verdad, es Navidad, esas tres mujeres me acompañan y me quieren y me quedo un poco pasmado y maravillado mirándolas, como si quisiera asegurarme de que no estoy soñando todo eso, de que los dioses me han premiado con esa noche colmada de armonía, paz, amor y belleza, sobre todo belleza, más de la que merezco, más de la que soy capaz de mirar sin sentirme un poco embriagado.

Esta tiene que ser la Navidad más feliz de mi vida, no cabe duda alguna.
Me pregunto si será la última, si esa suma de placeres fugaces en que se ha convertido aquella noche no será el augurio de que tanta belleza no puede ser verdad, o puede ser verdad esa noche pero ninguna noche más. Puede que sea mi última Navidad y ellas no lo saben y yo tampoco lo sé con certeza, pero si fuese la última, no tengo derecho a quejarme, fue perfecta y no podría haber tenido una despedida más hermosa, relajada, risueña y suavemente feliz, una felicidad que no está hecha de palabras ni de música ni de estruendos ni de sonido alguno, una felicidad que se agazapa en las miradas, se dibuja en las sonrisas, se esconde en los bocados que saboreamos, en la certeza implícita que compartimos: que somos exactamente la familia que hubiéramos querido ser de haber podido elegirnos y que no sobra ni falta nadie y que eso que somos, eso que hemos logrado ser, nos deja contentos y en cierto modo orgullosos, porque presentimos que, contra todo pronóstico, somos una familia feliz, pero de esa felicidad no se habla porque sólo hablar de ella podría ponerla en riesgo.

El momento de los regalos es el punto más elevado de ese ascenso al éxtasis que es la noche, y no por los regalos en sí mismos, ninguno de los cuales he comprado yo, todos los cuales han sido comprados por Sofía con un buen gusto y una sagacidad notables, sino por la emoción que cada regalo provoca en las niñas, por los rostros que se iluminan con cada regalo, por las distintas formas de felicidad que se dibujan en ellas, en sus caras, cuando abren un regalo y encuentran una prenda que enseguida se prueban frente al espejo y que descubre un pliegue oculto de ellas mismas, como si cada regalo que encierra una sorpresa trajera también consigo un levísimo matiz de la alegría que las invade, como si en cada regalo ellas abrieran, más que el regalo, una puerta que nunca antes habían abierto y que las conduce a una habitación luminosa de espejos infinitos que reproducen las incontables variantes de ellas felices que hay en ellas esa noche feliz.

No necesito pasar más navidades con ellas para saber o intuir que su madre y yo hemos hecho más o menos bien el trabajo de educarlas en la felicidad y que cuando yo no esté o cuando ya no estemos su madre ni yo ellas recordarán las claves que aprendieron y las reproducirán con otros y serán capaces de encender la hoguera del júbilo discreto, de la tranquila felicidad que no se nombra.

Tres son los regalos que más me emocionan, y ninguno de ellos ha sido comprado. Dos son cuadros que han sido pintados por mi hija mayor. Ella pinta unos cuadros que me sobrepasan, que me desconciertan, que me asustan porque me pregunto de qué oscura zona de su espíritu salen esos trazos seguros y sombríos, dónde aprendió mi hija a capturar la angustia de una mirada o el desasosiego de estar vivos. Los dos cuadros son rostros desfigurados por la tensión que es vivir, sobrevivir, rostros que podrían ser de un hombre o de una mujer, no se sabe bien, pero que son ajenos a la felicidad y que expresan, en sus rasgos torcidos, en sus ojos heridos de melancolía, la certeza de la muerte, del dolor, de la enfermedad, la certeza de que lo raro es vivir, estar juntos esa noche de navidad, y lo común es morir, dejar de existir, dejar de vernos para siempre como no existimos ni nos vimos en los millones de años que nos precedieron sin nosotros vivos. Mi hija menor no pinta pero escribe y me regala una tarjeta escrita por ella y no puedo revelar el contenido del mensaje, sólo puedo decir que cuando leo lo que ha escrito se me pone la piel de gallina y no me abandono a llorar porque sería demasiado cursi y estropearía la magia de esa noche, pero no por eso me estremezco menos por la brutal franqueza de sus palabras, por el modo crudo y descarnado en que me expresa su amor y también su absoluta determinación de estar conmigo hasta el final, como si presagiara que el final no está demasiado lejos y que por eso debe tomarme de la mano cuando vamos caminando al banco.

Al final de la noche, me invade una cierta tristeza porque sé que es improbable que se repita una navidad tan perfectamente bella como la que ahora languidece entre los bostezos de las niñas y tal vez por eso me siento obligado a decirles, al despedirnos, abrazándonos, besando sus mejillas, que ha sido la mejor Navidad de mi vida y que no la olvidaré. Pero siempre que digo que no olvidaré algo que en ese momento me parece memorable, inolvidable, recuerdo que no depende de uno recordar los momentos felices y que quizá un día no recuerde esa noche ni recuerde cómo me llamo ni sepa más quién soy, y quizá ese día esté ya muerto o no todavía, por eso siempre que digo que no olvidaré esto o lo otro siento que hay algo de mentira o de promesa incierta en la declaración sincera de intenciones.

Luego estoy solo en mi cama y recuerdo que los médicos me han dicho que si sigo tomando todas las pastillas que acabo de tomar para conciliar el sueño (o conciliar lo que soy con lo que fui, o lo que soy con lo que hubiera querido ser) moriré un día cualquiera, una noche cualquiera, que si no dejo de tomar todas esas pastillas provocaré estúpidamente mi propia muerte y moriré sedado, intoxicado, envenenado por esas drogas de las que soy adicto y felizmente adicto y a las que quiero casi tanto como a mis hijas, aun sabiendo que me alejarán para siempre de mis hijas, porque, después de una noche bella y feliz como esta Navidad, esas drogas (que algún día habrán de matarme, dicen los médicos) me aseguran que durante ocho horas perderé por completo la noción de mí mismo y descansaré plácida y profundamente del tormento, de la angustia, de la pesadilla de seguir siendo yo mismo y olvidaré lo que necesito olvidar al menos durante ocho horas para seguir tolerándome: que toda la belleza que me rodea y que me ha envuelto esa noche existe no gracias a mí sino a pesar de mí y que por eso resulta inevitable sentir a veces un cierto desprecio por lo que soy, por lo que fui, por lo que habré de ser si despierto mañana.

No podría asegurarlo, pero creo que el día en que duerma del todo estaré evocando aquella noche de Navidad con esas tres mujeres que me amaron como nadie me amó y que existieron a pesar de mí.



PERU21

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