25.5.09

Verdad y consecuencias de la influenza AH1N1

¿DE MÉXICO PARA EL MUNDO?

Por: Jorge G Castañeda*

Más de un mes después de que empezó su letal recorrido, aún no sabemos realmente dónde o cuándo se originó la epidemia de la llamada influenza porcina AH1N1. Tampoco sabemos si ya ha terminado o si regresará. Lo que sí sabemos es que cobró un precio más alto en México que en cualquier otra nación, incluyendo Estados Unidos.

Estos dos países —México y Estados Unidos— son prácticamente vasos comunicantes, al compartir una frontera de más de 3.200 kilómetros, un comercio bilateral de cerca de 400.000 millones de dólares al año, más de 1 millón de cruces individuales legales al día y más de 13.000 camiones que se desplazan cada día.

Cientos de miles de habitantes de México trabajan cada día en el lado estadounidense de la frontera, y regresan cada día a dormir a sus casas; varias ciudades gemelas fronterizas —Brownsville-Matamoros, Laredo-Nuevo Laredo, El Paso-Ciudad Juárez, Caléxico-Mexicali— son, de hecho, una sola comunidad.

Cualquier semana del año hay en promedio 500.000 turistas estadounidenses visitando algún lugar de México y casi un millón de ciudadanos de Estados Unidos residen más o menos en forma permanente en México.

Así que he aquí la doble paradoja: ¿Por qué produjo la influenza resultados tan desiguales en los dos países? ¿Por qué generó reacciones tan desiguales por parte de sus gobiernos?

Las consecuencias de la epidemia para ambas naciones han sido radicalmente diferentes. En México, a mediados de mayo, 52 personas habían muerto, probablemente por la AH1N1, desde el brote del mal en marzo y abril. Digo probablemente, porque unos 13.000 individuos mueren como consecuencia de males respiratorios cada año en México, pero no todos los resultados de las pruebas se han recibido aún. Así que bien puede resultar que incluso más personas hayan muerto de AH1N1 en México de lo que originalmente se pensó, pero, también, por otra parte, puede ser que algunas de las víctimas de las que se sospechaba que habían muerto por el virus, en realidad no perecieron por eso.

En EE.UU., a mediados de mayo, tres personas habían perecido como consecuencia de la enfermedad, una de las cuales era un niño de menos de 2 años de edad proveniente de México, y otra, una mujer anciana y enferma que vivía en la frontera. En México ha habido (hasta el momento de escribir esta nota) 2.000 casos confirmados; en Estados Unidos, que tiene el triple de la población, ha habido 2.500 casos.

Si bien muchas teorías han sido ofrecidas acerca de por qué la tasa de defunciones ha sido mucho más alta en México (aunque muy baja en términos absolutos, y con relación a lo que muchos temían inicialmente), ninguna de ellas ofrece una explicación satisfactoria.

Es verdad que los mexicanos tienen una cultura de automedicación y abuso de los antibióticos, dos cosas que, en este caso, eran altamente contraproducentes. También es verdad que tendemos a posponer las visitas al médico tanto tiempo como es posible, y es también un hecho que aquellos que fallecieron habían esperado demasiado tiempo para acudir a sus médicos.

Pero, por otra parte, si las autoridades mexicanas, gracias a su estrecha cooperación con sus colegas de EE.UU. y Canadá, sabían que algo estaba mal desde mediados de marzo, ¿por qué no recurrieron a los enormes recursos de la burocracia mexicana para advertir a todos los que padecían de influenza que debían buscar ayuda médica?

Esta pregunta es incluso más pertinente si se toma en cuenta la enorme brecha en la política de respuesta de los gobiernos de los dos países fronterizos, quienes tuvieron acceso exactamente a la misma información, exactamente al mismo tiempo.

El presidente mexicano Felipe Calderón cerró todas las escuelas, universidades, estadios deportivos, ordenó que todos se cubrieran con tapabocas y suspendió la mayoría de las actividades económicas durante más de una semana. Varios estados han continuado la suspensión de clases escolares. Permitió tácitamente que el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, donde ha ocurrido la mayoría de las muertes, cerrara las salas cinematográficas, restaurantes, bares, museos y prácticamente todo lo demás, salvo… el metro o ferrocarril subterráneo y otros medios de transportación masiva, donde más de 5 millones de los habitantes de la ciudad más grande del mundo convergen diariamente para viajar a sus empleos.

El costo para el país, en turismo, comercio, imagen y reputación, es enorme y, al menos hasta ahora, supera con mucho el costo de la epidemia en sí.

El presidente Barack Obama salió a cenar a un restaurante con su esposa, y más temprano en el día salió a compartir unas hamburguesas con su vicepresidente, sugirió que la gente se lavara frecuentemente las manos, y observó mientras algunos distritos escolares cerraban sus puertas por uno o dos días, y simplemente se aseguró que la medicina contra la influenza, Tamiflu, estuviera disponible para aquellos que estuvieran enfermos.

Se mostró sumamente dispuesto a colaborar con México (a diferencia de nuestros “amigos” de América Latina como Argentina, Cuba, Perú y Ecuador, que cancelaron los viajes aéreos de y hacia México), pero aplicó una política radicalmente diferente en el combate contra la epidemia. ¿Por qué? Nadie lo sabe exactamente, en particular dado que Calderón y Obama tuvieron cuando menos dos ocasiones, el 16 de abril en la Ciudad de México y el 18 de abril en Puerto España, Trinidad, para hablar acerca de la epidemia. Quizá no sabían aún acerca de su existencia, o quizá sí hablaron, pero no hicieron público su intercambio.

Hay una explicación creíble para la enorme diferencia en la respuesta y sus consecuencias. Los mexicanos habitualmente no creen al gobierno, y en general no hacen lo que se les dice. La ausencia de una cultura cívica es uno de los más grandes desafíos del país, y quizá Calderón, pensó que si no exageraba la amenaza, nadie lo tomaría en serio. Es muy posible que estuviera en lo correcto; desafortunadamente su equipo careció de la misma sensibilidad y sabiduría en lo relativo a la reacción del mundo ante las interminables imágenes de mexicanos cubiertos con tapabocas, haciendo fila para ingresar a hospitales, lavando el tren subterráneo ataviados con trajes espaciales, y cerrando las cortinas de metal de las tiendas y las puertas de las empresas.

En el mercado mundial del turismo, México es hoy en día un paria. Para un país donde el turismo es la mayor industria y el mayor empleador individual, esto tiene consecuencias sumamente graves.

(*) Ex canciller mexicano

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