En Valencia, España, este fin de semana, un hombre ha asesinado a su vecino con una katana.
¿El motivo? El ruido fiestero con el que el vecino torturó a quien terminó matándolo.
A mí lo que más justo me parece en todo este percance es lo de la katana, ese instrumento claro y limpio que también se usa para el arbitrio de las diferencias.
Y en cuanto al homicidio, no es que lo justifique. Es que envidio su autoría.
Ya hubiera querido tener el valor de este ciudadano ejemplar que, a las 2 de la mañana, impotente después de haber llamado a la policía, decidió que más vale la cárcel que el deshonor de vivir al lado de un insomne atorrante.
Y como del honor se trataba, ¡la katana! ¡Justicia Meiji!
Mi miedo a la cárcel y al escándalo, mi vil cobardía cívica me impedirán –ya lo sé- actuar de un modo tan drástico. Pero cuántas veces –debo confesarlo- he soñado tener un mortero de 105 milímetros y lanzar con él, en parábola perfecta, una granada israelí de uranio empobrecido o fósforo blanco sobre una de esas fiestas con las que la vulgaridad proclama su contento.
Vivo en una zona relativamente vivible y, sin embargo, cada cierto tiempo, debo tolerar, entre llamadas al serenazgo y delusiones homicidas, que un animal y su fauna próxima me digan, con tambores y voces, cuántos años cumple la compañera babuina, el hijito que devora bananos, el matrimonio de alfas que festeja.
No he conocido a un imbécil que no ame la estridencia. La estridencia de la voz que saluda, la del coche que trepida con el estéreo, la del grito que reconoce, la de la fiesta del cumpleaños, la del televisor que sacude la sala.
Siempre imaginé que el paraíso –si existiera- tendría que ser una comarca de gente considerada y amante del silencio. ¿Qué es la felicidad, al fin y al cabo? Pues la felicidad consiste en no tener que gritar.
Por razones obvias, el infierno tiene que ser una gran fiesta animada por Los Cinco, sudada por una provincia entera, respaldada por doscientos parlantes, interrumpida brevemente por la rifa de dos pasajes a Punta Cana.
He huido de muchísimas cosas. Pero de nada he huido con más espanto que del sonido de los borrachos decididos a hacerse notar. Y nada puede ponerme más cerca del crimen que el silencio de la noche violado por una recua.
Aprecio tanto el silencio que hasta huí de Wagner, que, siendo genial, prefirió muchas veces las cumbres del sonido y no las complejidades de la moderación. Y no necesito decir con qué palidez salí corriendo de Yma Sumac, esa estalactita pendiendo sobre el tímpano. O de Bárbara Streisand, esa trepadora de registros.
No hay nada procaz que se diga en voz baja. No hay vocerío en la fineza. La persuasión discurre: el odio grita. La muerte aparece en los estruendos. La vida es un agradable sonido de fondo de pájaros y grillos. Antes del estéreo fue el estornino.
Cuando González Prada habló de acabar con el pacto infame de hablar a media voz, le hizo un enorme daño al Perú. Porque la mayoría pareció no entender que este gran hombre hablaba de la hipocresía y la complicidad. Y como no entendió, supuso quizá que en el estrépito estaba el secreto y que despepitarse era vivir. Igual que el ruidoso de Valencia, pobre hombre.
LA PRIMERA
¿El motivo? El ruido fiestero con el que el vecino torturó a quien terminó matándolo.
A mí lo que más justo me parece en todo este percance es lo de la katana, ese instrumento claro y limpio que también se usa para el arbitrio de las diferencias.
Y en cuanto al homicidio, no es que lo justifique. Es que envidio su autoría.
Ya hubiera querido tener el valor de este ciudadano ejemplar que, a las 2 de la mañana, impotente después de haber llamado a la policía, decidió que más vale la cárcel que el deshonor de vivir al lado de un insomne atorrante.
Y como del honor se trataba, ¡la katana! ¡Justicia Meiji!
Mi miedo a la cárcel y al escándalo, mi vil cobardía cívica me impedirán –ya lo sé- actuar de un modo tan drástico. Pero cuántas veces –debo confesarlo- he soñado tener un mortero de 105 milímetros y lanzar con él, en parábola perfecta, una granada israelí de uranio empobrecido o fósforo blanco sobre una de esas fiestas con las que la vulgaridad proclama su contento.
Vivo en una zona relativamente vivible y, sin embargo, cada cierto tiempo, debo tolerar, entre llamadas al serenazgo y delusiones homicidas, que un animal y su fauna próxima me digan, con tambores y voces, cuántos años cumple la compañera babuina, el hijito que devora bananos, el matrimonio de alfas que festeja.
No he conocido a un imbécil que no ame la estridencia. La estridencia de la voz que saluda, la del coche que trepida con el estéreo, la del grito que reconoce, la de la fiesta del cumpleaños, la del televisor que sacude la sala.
Siempre imaginé que el paraíso –si existiera- tendría que ser una comarca de gente considerada y amante del silencio. ¿Qué es la felicidad, al fin y al cabo? Pues la felicidad consiste en no tener que gritar.
Por razones obvias, el infierno tiene que ser una gran fiesta animada por Los Cinco, sudada por una provincia entera, respaldada por doscientos parlantes, interrumpida brevemente por la rifa de dos pasajes a Punta Cana.
He huido de muchísimas cosas. Pero de nada he huido con más espanto que del sonido de los borrachos decididos a hacerse notar. Y nada puede ponerme más cerca del crimen que el silencio de la noche violado por una recua.
Aprecio tanto el silencio que hasta huí de Wagner, que, siendo genial, prefirió muchas veces las cumbres del sonido y no las complejidades de la moderación. Y no necesito decir con qué palidez salí corriendo de Yma Sumac, esa estalactita pendiendo sobre el tímpano. O de Bárbara Streisand, esa trepadora de registros.
No hay nada procaz que se diga en voz baja. No hay vocerío en la fineza. La persuasión discurre: el odio grita. La muerte aparece en los estruendos. La vida es un agradable sonido de fondo de pájaros y grillos. Antes del estéreo fue el estornino.
Cuando González Prada habló de acabar con el pacto infame de hablar a media voz, le hizo un enorme daño al Perú. Porque la mayoría pareció no entender que este gran hombre hablaba de la hipocresía y la complicidad. Y como no entendió, supuso quizá que en el estrépito estaba el secreto y que despepitarse era vivir. Igual que el ruidoso de Valencia, pobre hombre.
LA PRIMERA
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