30.8.09

Ángeles de la guarda

Por: Rosa Montero Escritora

Soy bastante cobarde ante el peligro físico, y quizá por eso profeso una sobrecogida y apasionada admiración por los seres heroicos capaces de arriesgar la vida por una causa justa. Cada vez que alguna de estas personas es abatida por sus enemigos, como ahora ha sucedido con Natalia Estemírova en Chechenia, siento un duelo personal, como si me hubieran matado a alguien cercano. Y en realidad es así, porque, aunque yo ni siquiera conocía la existencia de Natalia hasta que supe de su asesinato, las Estemírovas y Politkóvskayas y demás personas formidables y anónimas son los guardianes del planeta, es decir, son los verdaderos ángeles de la guarda, seres hermosos que trabajan incesantemente desde lo invisible para protegernos del horror y la negrura, para defender la vida y los valores éticos. ¿Cómo no vamos a sentirlos próximos?

Gracias a su constante sacrificio, el mundo es un lugar un poco menos aterrador. Muchos de estos pacíficos guerreros mueren violentamente, pero hay muchísimos más que salen victoriosos del combate. Por cierto que eso, sobrevivir, no resta ni un ápice de la grandeza de sus batallas Siempre he pensado que se necesita mucho más coraje para vivir asumiendo el riesgo que para morir. La verdadera heroicidad es tragarse el miedo todos días y que ese bolo no te calle la boca.

Como es natural, uno no nace héroe, y, además, estoy segura de que ninguno de ellos quiso verse situado en ese lugar. Por lo general, uno se va metiendo en el compromiso de la lucha inadvertidamente, paso a paso, tomando 100 pequeñas decisiones moralmente correctas, pero poco convenientes para tu bienestar. ¿Qué hace que, frente a una misma situación de abuso y dolor, solo una persona entre 100.000 termine asumiendo un compromiso que puede ser mortal? En primer lugar, sin duda se trata de gente con gran capacidad de empatía, individuos que se conmueven con el dolor del otro; además, deben de ser tipos activos, responsables, de fuertes principios éticos; por último, probablemente son esa clase de personas que, desde pequeñas, acostumbran a cuidar de los demás. Pero todo esto no serviría de nada si, además, no tuvieran un temple especial, la serenidad, la fortaleza psíquica, el valor para aguantar el miedo. Estoy segura de que hay muchos hombres y mujeres que, teniendo todas las características anteriores, abandonan la batalla porque los rompe el pánico. Y aquí estamos los demás, en deuda con todos estos ángeles. Recuerdo a Taslima Rasrin, por ejemplo, la escritora bengalí que tuvo que exiliarse de su país perseguida por una fatwa por sus valientes críticas al machismo y al fanatismo religioso.

La entrevisté en un hotel de Suecia, escondida y protegida por policías, y aunque se mostraba enormemente entera, el simple ruido de una puerta cercana que el aire cerró hizo que Taslima pegara un respingo y se quedara lívida. Eso es vivir martirizada por un miedo más que comprensible; y, sin embargo, Taslima ha seguido escribiendo, ha seguido denunciando, ha seguido luchando. Y también recuerdo a la mexicana Lydia Cacho, espléndida guerrera contra las mafias de pederastas. Hay muchas, muchísimas mujeres heroicas. Y luego hablan del sexo débil.

También hay hombres, desde luego. Como el misionero español Chema Caballero, que, desde 1999, dirige en Sierra Leona el mejor centro de rehabilitación para niños soldado que hay en toda África, y que actualmente es el testigo principal contra ese carnicero llamado Taylor, el señor de la guerra responsable de los niños mutilados a machetazos y de tantas otras monstruosidades que han sucedido en aquel rincón del mundo. Hace falta un asombroso coraje para aguantar allí, como Chema lo hace, en el ombligo mismo del horror. Y hay otros héroes, en fin, que no combaten contra los torturadores y los verdugos, sino contra su propio instinto de supervivencia. Como el doctor ugandés Matthew Lukwiya, que, a la cabeza del hospital Saint Mary, al norte de Uganda, combatió la última epidemia del feroz ébola, esa terrible y muy contagiosa enfermedad que mata por medio de grandes hemorragias, con los agonizantes sangrando por todos los poros de su cuerpo. Durante los tres meses que duró la epidemia, 12 sanitarios del hospital murieron contagiados (otros héroes); y el último en enfermar fue el propio Matthew. El médico también padeció esa muerte atroz, como sin duda sospechaba que pasaría; pero su esfuerzo contuvo y acabó con la epidemia, salvando así miles de vidas. Todo esto sucedió en el año 2000 y hoy casi nadie se acuerda de él fuera de Uganda. Por eso a mí me gusta mencionarlo. Es mi pequeña manera de agradecer la inmensa generosidad de todos estos ángeles de la guarda.

EL COMERCIO

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