Por Augusto Álvarez Rodrich.
alvarezrodrich@larepublica.com.pe
La vida no vale nada es el título de una hermosa canción de Pablo Milanés y, también, de una película mexicana en la que actúa Pedro Infante, pero, en el Perú, se ha convertido en un mecanismo de evasión para poder convivir, con indiferencia, ante la cruda realidad que cotidianamente nos trae noticias de muertos, muertos y más muertos, por razones absurdas y sin que se llegue a generar una corriente para movilizar a todo el país con el fin de detener esta racha infernal.
La semana pasada fue particularmente intensa: un ómnibus informal se estrelló en Cañete contra un camión cisterna con gas licuado y se calcinaron los dieciocho pasajeros; un puente de setenta años de antigüedad en Cora Cora, Ayacucho, que se sostenía solo con alambres, se cae y mueren siete jóvenes y dos adultos; un alud en el poblado de Chamanacucho, La Libertad, sepulta todo a su paso, incluyendo veinticinco viviendas y, al menos, treinta personas.
Esos son solo tres ejemplos recientes de accidentes dramáticos que, como todas las semanas, ocurren en el Perú desde hace mucho tiempo, y que la única reacción que producen es de carácter periodístico y efímero pues se evapora a los pocos días hasta que sucede la nueva desgracia que reinicia el ciclo accidentes-lamentos-no pasa nada.
Además de los muertos, lo que también tienen en común estas desgracias es que –como hizo notar un editorial de este diario– todos son dramas evitables. Es decir, más allá de la constatación de nuestra difícil geografía, lo cierto es que estas cosas no nos pasan por mala suerte sino por negligencia.
Los vehículos no se estrellan en las carreteras porque las carrocerías se atraigan por algún imán maldito sino por falta de controles efectivos y la irresponsabilidad de los conductores; los puentes no se caen porque un día deciden suicidarse sino porque nadie les da el mantenimiento indispensable; los aludes no arrasan con las casas y las personas porque avancen buscándolos como un misil dirigido sino porque la gente se instala en lugares en los que ya se sabe que pasan estas cosas.
La clave en la continuación de estas rachas es la combinación de un Estado y de una población que no valoran la vida, y que se han acostumbrado a que la gente muera por razones absurdas pues la mayoría es muy controlable.
Esto requiere, por un lado, autoridades responsables; por el otro, una población que ejerza un control ciudadano. Y, en ambos casos, la erradicación de la creencia extendida de que, en el Perú, la vida no vale nada. Cuando esto cambie, recién empezaremos a tener la urgencia de detener tantas muertes absurdas.
LA REPUBLICA
alvarezrodrich@larepublica.com.pe
La vida no vale nada es el título de una hermosa canción de Pablo Milanés y, también, de una película mexicana en la que actúa Pedro Infante, pero, en el Perú, se ha convertido en un mecanismo de evasión para poder convivir, con indiferencia, ante la cruda realidad que cotidianamente nos trae noticias de muertos, muertos y más muertos, por razones absurdas y sin que se llegue a generar una corriente para movilizar a todo el país con el fin de detener esta racha infernal.
La semana pasada fue particularmente intensa: un ómnibus informal se estrelló en Cañete contra un camión cisterna con gas licuado y se calcinaron los dieciocho pasajeros; un puente de setenta años de antigüedad en Cora Cora, Ayacucho, que se sostenía solo con alambres, se cae y mueren siete jóvenes y dos adultos; un alud en el poblado de Chamanacucho, La Libertad, sepulta todo a su paso, incluyendo veinticinco viviendas y, al menos, treinta personas.
Esos son solo tres ejemplos recientes de accidentes dramáticos que, como todas las semanas, ocurren en el Perú desde hace mucho tiempo, y que la única reacción que producen es de carácter periodístico y efímero pues se evapora a los pocos días hasta que sucede la nueva desgracia que reinicia el ciclo accidentes-lamentos-no pasa nada.
Además de los muertos, lo que también tienen en común estas desgracias es que –como hizo notar un editorial de este diario– todos son dramas evitables. Es decir, más allá de la constatación de nuestra difícil geografía, lo cierto es que estas cosas no nos pasan por mala suerte sino por negligencia.
Los vehículos no se estrellan en las carreteras porque las carrocerías se atraigan por algún imán maldito sino por falta de controles efectivos y la irresponsabilidad de los conductores; los puentes no se caen porque un día deciden suicidarse sino porque nadie les da el mantenimiento indispensable; los aludes no arrasan con las casas y las personas porque avancen buscándolos como un misil dirigido sino porque la gente se instala en lugares en los que ya se sabe que pasan estas cosas.
La clave en la continuación de estas rachas es la combinación de un Estado y de una población que no valoran la vida, y que se han acostumbrado a que la gente muera por razones absurdas pues la mayoría es muy controlable.
Esto requiere, por un lado, autoridades responsables; por el otro, una población que ejerza un control ciudadano. Y, en ambos casos, la erradicación de la creencia extendida de que, en el Perú, la vida no vale nada. Cuando esto cambie, recién empezaremos a tener la urgencia de detener tantas muertes absurdas.
LA REPUBLICA




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