Por: Jorge Santistevan Abogado
La derogación de los decretos legislativos 1090 y 1064 es un hecho consumado. Ha sido admitida por el Ejecutivo como un acuerdo emanado de la mesa de diálogo en la que participaron los apus y los presidentes regionales. Faltaría que el trámite formal se haga realidad en el Congreso. El hecho nos presenta una moneda con dos caras perfectamente distinguibles. Pone en relieve el pecado original de los decretos cuestionados: nunca fueron consultados con las comunidades nativas. Nacieron como fruto del desconocimiento de obligaciones internacionales de consulta, consagradas en el Convenio 169 de la OIT, que el Perú ha ratificado y que tienen rango constitucional. Están reforzadas a través de los procedimientos establecidos en el capítulo 18 del TLC suscrito con EE.UU. que contiene —además de mecanismos de consulta con los directamente interesados— los estándares más altos de protección al ambiente que se haya conocido nunca en el ámbito de los acuerdos de promoción comercial.
El camino de la inconstitucionalidad de dichos decretos, que está en curso en el Tribunal Constitucional, quedará interrumpido en la práctica, puesto que ellos dejarán de regir. Sin embargo, los pronunciamientos que pueda emitir el tribunal podrán tener carácter declarativo y servir para dar luces sobre cómo abordar con rigor jurídico la legislación relacionada con el régimen de propiedad de los nativos y la protección a la flora y la fauna silvestre, así como los procedimientos de consulta. Lo importante no es solamente la necesidad formal de la consulta sino su valor para legitimar la acción legislativa. Las leyes valen porque expresan consensos dictados con respeto al régimen jurídico, pero además porque responden a realidades e intereses concretos que, al ser compulsados con los actores directos, les dan legitimidad. Así se logra una mejor comprensión del lenguaje cristalizado en las normas jurídicas y una mayor adhesión de los destinatarios para su cumplimiento.
El incidente de la derogación pone también de manifiesto la precariedad de la institucionalidad democrática del país para que la ley se cumpla y se respete. Así, puede admitirse como razonable que el Ejecutivo marche atrás —aunque algo tarde— en la vigencia de los decretos cuestionados, pero resulta incomprensible cómo se ve obligado a hacer esto en un marco de franco desacato a la ley, en un ambiente en el que por la fuerza se toman las carreteras, se pretende imponer voluntades y quedan impunes responsabilidades tan graves como las que se derivan de la matanza de policías, indígenas y civiles en circunstancias en las que se necesitaba restablecer el orden.
Este último no es un asunto nuevo ni de este gobierno. Desde la recuperación de la democracia la exigencia al margen de la ley (o en contra de ella) ha aparecido como un procedimiento que rinde frutos. Esto no refleja el orden democrático ni un régimen de tolerancia. La maquinaria institucional peruana se está tornando cada vez más inoperativa. A esta cara de la moneda deben orientarse entonces las más preocupantes de las miradas.
EL COMERCIO
La derogación de los decretos legislativos 1090 y 1064 es un hecho consumado. Ha sido admitida por el Ejecutivo como un acuerdo emanado de la mesa de diálogo en la que participaron los apus y los presidentes regionales. Faltaría que el trámite formal se haga realidad en el Congreso. El hecho nos presenta una moneda con dos caras perfectamente distinguibles. Pone en relieve el pecado original de los decretos cuestionados: nunca fueron consultados con las comunidades nativas. Nacieron como fruto del desconocimiento de obligaciones internacionales de consulta, consagradas en el Convenio 169 de la OIT, que el Perú ha ratificado y que tienen rango constitucional. Están reforzadas a través de los procedimientos establecidos en el capítulo 18 del TLC suscrito con EE.UU. que contiene —además de mecanismos de consulta con los directamente interesados— los estándares más altos de protección al ambiente que se haya conocido nunca en el ámbito de los acuerdos de promoción comercial.
El camino de la inconstitucionalidad de dichos decretos, que está en curso en el Tribunal Constitucional, quedará interrumpido en la práctica, puesto que ellos dejarán de regir. Sin embargo, los pronunciamientos que pueda emitir el tribunal podrán tener carácter declarativo y servir para dar luces sobre cómo abordar con rigor jurídico la legislación relacionada con el régimen de propiedad de los nativos y la protección a la flora y la fauna silvestre, así como los procedimientos de consulta. Lo importante no es solamente la necesidad formal de la consulta sino su valor para legitimar la acción legislativa. Las leyes valen porque expresan consensos dictados con respeto al régimen jurídico, pero además porque responden a realidades e intereses concretos que, al ser compulsados con los actores directos, les dan legitimidad. Así se logra una mejor comprensión del lenguaje cristalizado en las normas jurídicas y una mayor adhesión de los destinatarios para su cumplimiento.
El incidente de la derogación pone también de manifiesto la precariedad de la institucionalidad democrática del país para que la ley se cumpla y se respete. Así, puede admitirse como razonable que el Ejecutivo marche atrás —aunque algo tarde— en la vigencia de los decretos cuestionados, pero resulta incomprensible cómo se ve obligado a hacer esto en un marco de franco desacato a la ley, en un ambiente en el que por la fuerza se toman las carreteras, se pretende imponer voluntades y quedan impunes responsabilidades tan graves como las que se derivan de la matanza de policías, indígenas y civiles en circunstancias en las que se necesitaba restablecer el orden.
Este último no es un asunto nuevo ni de este gobierno. Desde la recuperación de la democracia la exigencia al margen de la ley (o en contra de ella) ha aparecido como un procedimiento que rinde frutos. Esto no refleja el orden democrático ni un régimen de tolerancia. La maquinaria institucional peruana se está tornando cada vez más inoperativa. A esta cara de la moneda deben orientarse entonces las más preocupantes de las miradas.
EL COMERCIO
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