Por: Beatríz Boza
Nuestro modo de vida hace que cada vez más la velocidad y la rapidez sean una constante en nuestra sociedad. Las empresas, los consumidores, los científicos, los periodistas y los profesionales tenemos que estar al día, con lo último, y actuar con prontitud. Cada vez más “al que se duerme se lo lleva la corriente”.
Pero la celeridad muchas veces está en conflicto con la precisión, la prudencia y el necesario proceso de maduración. Es que hay procesos que no se pueden apurar. De la misma manera como el tiempo de destilación vuelve único a nuestro pisco, un buen vino toma tiempo en añejar y requerimos de horas de sueño para poder funcionar, el proceso de toma de decisiones por parte de nuestros funcionarios públicos requiere de análisis, reflexión y perspectiva para que sus resultados sean técnicos y predecibles. Hay decisiones que tienen que adoptarse sobre la marcha, qué duda cabe, pero no todas las decisiones de la autoridad deben ser apresuradas. La celeridad muchas veces da pie a la improvisación o, lo que es peor, a perder de vista el largo plazo y, a diferencia del sector privado, sus consecuencias son más perjudiciales en el sector público porque nos afectan a todos. Especialmente en materia de regulación debemos cuidar que las autoridades tomen decisiones informadas y bien fundamentadas pues, cual reglamento de la FIFA, determinan las reglas de juego para la actividad económica. Una buena regulación permite que seamos los ciudadanos quienes, a través de la competencia en el mercado, escojamos qué empresas son exitosas. Una regulación deficiente obliga a buscar negocios en los pasillos de los ministerios o en reuniones privadas con la autoridad, siempre de espaldas a la ciudadanía.
Una buena regulación se incentiva, así como se incentiva la rapidez en la atención. Ello supone contar con indicadores de gestión para cada entidad, área y profesional, darlos a conocer oportunamente, evaluar su desarrollo y condicionar el presupuesto a su cumplimiento. Premiar un factor sin considerar otros es miope y contraproducente. Castigar la demora sin tomar en cuenta cuánto ahorra el Estado al evitarse pagos extra o cuánto se gana en predictibilidad, es como fomentar autos veloces sin frenos adecuados.
Por eso, preocupa un reciente decreto supremo que, alegando promover la oportunidad en las decisiones de los reguladores, debilita la necesaria autonomía que sus directorios deben tener pues establece que podrán ser removidos si se demoran “de manera injustificada” en adoptar una decisión
EL COMERCIO
Nuestro modo de vida hace que cada vez más la velocidad y la rapidez sean una constante en nuestra sociedad. Las empresas, los consumidores, los científicos, los periodistas y los profesionales tenemos que estar al día, con lo último, y actuar con prontitud. Cada vez más “al que se duerme se lo lleva la corriente”.
Pero la celeridad muchas veces está en conflicto con la precisión, la prudencia y el necesario proceso de maduración. Es que hay procesos que no se pueden apurar. De la misma manera como el tiempo de destilación vuelve único a nuestro pisco, un buen vino toma tiempo en añejar y requerimos de horas de sueño para poder funcionar, el proceso de toma de decisiones por parte de nuestros funcionarios públicos requiere de análisis, reflexión y perspectiva para que sus resultados sean técnicos y predecibles. Hay decisiones que tienen que adoptarse sobre la marcha, qué duda cabe, pero no todas las decisiones de la autoridad deben ser apresuradas. La celeridad muchas veces da pie a la improvisación o, lo que es peor, a perder de vista el largo plazo y, a diferencia del sector privado, sus consecuencias son más perjudiciales en el sector público porque nos afectan a todos. Especialmente en materia de regulación debemos cuidar que las autoridades tomen decisiones informadas y bien fundamentadas pues, cual reglamento de la FIFA, determinan las reglas de juego para la actividad económica. Una buena regulación permite que seamos los ciudadanos quienes, a través de la competencia en el mercado, escojamos qué empresas son exitosas. Una regulación deficiente obliga a buscar negocios en los pasillos de los ministerios o en reuniones privadas con la autoridad, siempre de espaldas a la ciudadanía.
Una buena regulación se incentiva, así como se incentiva la rapidez en la atención. Ello supone contar con indicadores de gestión para cada entidad, área y profesional, darlos a conocer oportunamente, evaluar su desarrollo y condicionar el presupuesto a su cumplimiento. Premiar un factor sin considerar otros es miope y contraproducente. Castigar la demora sin tomar en cuenta cuánto ahorra el Estado al evitarse pagos extra o cuánto se gana en predictibilidad, es como fomentar autos veloces sin frenos adecuados.
Por eso, preocupa un reciente decreto supremo que, alegando promover la oportunidad en las decisiones de los reguladores, debilita la necesaria autonomía que sus directorios deben tener pues establece que podrán ser removidos si se demoran “de manera injustificada” en adoptar una decisión
EL COMERCIO
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