15.10.09

Ella en mi cabeza

Autor: Jaime Bayly


Ella sabe que amo a mi chico.
Ella sabe que juego con una chica.
Ella sabe que juego con todas las chicas que puedo (que son pocas, porque ya no puedo jugar por culpa de las pastillas).
Ella sabe que soy adicto a las pastillas.
Ella sabe que las pastillas me están matando.
Ella sabe que es exactamente así como quiero morir (así, o envenenado por un obispo).
Ella sabe que me ha perdido, que no soy el que conoció, que mi vida se fue al carajo.
Ella sabe que esa tarde me van a operar (de nuevo).
Ella lo organiza todo: el chofer me lleva a la clínica, me cubre con mantas, enciende la estufa portátil.
Ella llega antes de la operación. Me besa en los labios. Me dice Gordi. Me mira como si el tiempo no hubiera pasado, como si fuésemos los amantes de antes.
No sabemos si el bulto que me van a extirpar es benigno o maligno. Le digo que nada que salga de mi pecho podría ser benigno. Ella se ríe. Suele reírse de mis bromas (incluso cuando no le hacen gracia).
Ella está allí, a mi lado, cuidándome, vigilando cada detalle, espantando a las enfermeras acosadoras.
Ella me acompaña hasta la sala de operaciones. No la dejan entrar. Nos despedimos. Me da un beso. Le recuerdo que el testamento lo tiene mi amigo, el abogado, el que será mi vicepresidente. Le recuerdo las cuentas que tengo escondidas por aquí y por allá (sobre todo, por allá). Le ruego que, si no despierto, organice unos funerales discretos, sin presencia de curas ni predicadores.
Ella está a mi lado cuando despierto. Ya no está a mi lado cuando despierto todas las mañanas (quiero decir, todas las tardes). Pero esa tarde, después de la operación, está a mi lado cuando despierto.
No le importa que ame a un chico y que juegue con una o varias chicas y ya no juegue con ella. Me quiere. Me quiere como si fuera su hijo. Yo la quiero como si fuera mi hija. No me queda claro si ella es mi madre o yo su padre o si ambas cosas son posibles a la vez.
Ella llama a la enfermera y le ordena que me pongan más morfina. Sabe lo mucho que me gusta la morfina. Sabe que no es improbable que en unos años termine asaltando hospitales públicos para robar morfina de madrugada.
Ella sabe que me han prohibido tomar mis pastillas de toda índole mientras duerma en la clínica. Sin embargo, me desliza furtivamente las pastillas. Sabe que me hacen mal. Sabe que me hacen mal y sin embargo me hacen feliz. Las tomo. Duermo o creo que duermo.
Ella jala el suero y la morfina para que yo pueda caminar al baño a orinar. Ella me ve orinar. No deja de asombrarme que de ese colgajo comatoso, decrépito, hayan salido dos vidas deslumbrantes, las hijas que ella me dio, las hijas que ella me dio contra mi expresa opinión, las hijas que ahora llegan a visitarme con un cuadro pintado por la mayor y con galletas de chocolate horneadas por la menor.
Ella y sus dos hijas, ella y mis dos hijas: tres mujeres de una belleza resplandeciente, sobrecogedora, que de pronto iluminan y alegran ese cuarto lóbrego. ¿Es la morfina o soy el hombre más afortunado de este hospital?
Ellas me besan, observan las vendas ensangrentadas que cubren la herida, me hacen bromas, comemos galletas, tomamos Coca-Cola (que le enfermera me ha prohibido) y de pronto anuncian que tienen que irse.
Ellas son así, siempre llevan prisa. Toman clases de francés, de pintura, de equitación. Son chicas muy atareadas y con muchas amigas. Sus celulares suenan sin cesar. Nada las detiene. Cada una se mueve a su aire. Nunca me piden permiso. Me informan. Me cuentan. Me notifican.
Ellas se van a seguir con sus vidas de adolescentes felices.
Antes de irse, la mayor me cuenta que sus vacaciones de verano las pasará en casa de una amiga en New Canaan, Connecticut.
Para no quedarse rezagada, la menor me cuenta que ha sido admitida a un internado en Lausanne, Suiza, por seis semanas.
Fantástico, les digo, y recuerdo con nostalgia cuando eran niñas y las vacaciones más divertidas eran las que pasaban conmigo haciendo nada.
Mis hijas se van porque tienen que irse, la vida las espera, promesas de placeres furtivos aguardan por ellas: yo soy una rémora, un saco de papas, un cuerpo corrompido, su padre sedado, manso y sonriente, gracias a la morfina.
Ella se queda, ella siempre se queda cuando más la necesito.
Ella me dice que se quedará a dormir en el sofá.
Le digo que necesito escapar, que necesito que me ayude a escapar, que debo tomar un avión para llegar a una feria del libro al sur del país.
Me mira y se da cuenta de que no estoy bromeando, ya me conoce y sabe cuando hablo en serio.
Ella llama a la enfermera, llama a los doctores, les exige que firmen mi permiso de salida, esconde morfina en mis bolsillos, me sienta en una silla de ruedas, empuja la silla de ruedas. De pronto ella es Kathy Bates y yo, Jeremy Irons. ¿Qué me haría sin una loca adorable como ella?
Ella me sube a su auto a las cuatro de la mañana. Las clínicas no son muy distintas de las cárceles, le digo. Siempre sales peor de lo que eras al entrar. Siempre sales con un orificio que te duele. Ella se ríe y maneja con notable torpeza (siempre manejó con notable torpeza, salvo cuando me maneja a mí).
Ella me lleva al hotel, me acuesta, me da las pastillas, me acaricia la frente mientras balbuceo las ideas del discurso que daré la noche siguiente en la feria del libro. Estás loco, me dice. Todos en este país estamos locos, le digo.
Ella sale del cuarto para que llame a mi chico y le diga que estoy bien, que todo salió bien, que ya me operaron y escapé del hospital.
Ella extiende tres frazadas en mis pies, me besa en los labios y me dice que se va a dormir.
Duerme en la otra cama, le digo.
No puedo, me dice. Las niñas me necesitan en la casa.
Claro, las niñas, anda con ellas.
Ella se va pero en realidad nunca se va, ella siempre está conmigo, me trae galletas y me cubre los pies y me consigue morfina y me ayuda a escapar del hospital.
Ella sabe que estoy loco y que no tengo cura y que la mejor versión de mí es la que conoció hace veinte años y que la peor versión de mí es la que aún está por conocer. Sabiendo todo eso como sin duda lo sabe, ella no está dispuesta a dejarme, ya entiende que no pudo curarme, reformarme o adecentarme y que ahora solo puede acompañarme en esa segura travesía al abismo.
Ella no me pregunta por mis erecciones o mis orgasmos o mis hijos probables o improbables. Yo no le pregunto por sus amantes o por las cosas que hace con otros varones o por los amigos que la esperan con impaciencia en tal o cual ciudad. Ella y yo nos amamos como se aman los enfermos, como se aman los locos, como se aman los que saben que ya no pueden separarse y que uno verá morir al otro y se ocupará de enterrarlo (y sin duda será ella quien me vea rendirme cuando no queden ya fuerzas para seguir librando esta batalla contra no sé quién, contra no sé quiénes, contra casi todos, menos ella, mis hijas, mi chico y alguna gente más que ya no recuerdo por la morfina).
El bulto era benigno. Menuda sorpresa. Si benigno era el bulto, benigno ha de ser el pecho que lo alojaba, mi pecho, mi pecho de murciélago, mi pecho de gaviota.
Es probable que hayan removido los últimos centímetros benignos que quedaban en mi organismo. Maligno es todo lo que queda. Maligno, malvado y malicioso.
Cuando despierto, ella está allí. Me ayuda a desvestirme, a quitarme las vendas, a retirar los parches adheridos a mi pecho, a ducharme, a jabonarme los testículos. No todos los hombres tienen a una mujer dispuesta a jabonarles los testículos. Uno de los doctores me ha dicho, palpándolos con curiosidad, que tengo los testículos más grandes que ha visto en su vida. También me ha dicho, mostrándome unas bolas de madera, que los peruanos tenemos los testículos más grandes del mundo, pero que los míos son más grandes que los de un peruano promedio. De lo que puede deducirse que soy un gran peruano o un gran huevón (más probablemente, lo segundo). En cualquier caso, ella me baña, me seca, me viste y me ve partir al aeropuerto.
Ella sabe que estoy loco y que no debería subirme a ese avión. Ella sabe que estoy desobedeciendo a los médicos y arriesgando mi salud. Ella sabe que mi vida consiste precisamente en arriesgar mi salud. Ella sabe que ese viaje, ese evento público, aquel discurso ante una multitud, esa infinita firma de libros legales y piratas son una manera de seguir arriesgando mi salud.
Ella sabe todo eso, lo sabe todo sobre mí. Pero tal vez no sabe esto: que cuando estoy solo la extraño más que al prozac, más que a la morfina. Y que cuando esté por morir el último beso quiero que sea el suyo, el suyo, el de mis hijas, el de mi chico, y finalmente el suyo.


PERU 21

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