26.10.09

Estás enfermo

Parecería comprensible que una persona mediocre sueñe con una vida mejor. Se diría que son pocas las personas que se saben mediocres y se resignan a ser mediocres y encuentran un cierto mórbido placer en sentirse mediocres, fracasadas. La mayor parte de las personas mediocres no saben que son mediocres y creen que están pasando por una fase temporal de mala fortuna y están seguras de que pronto dejarán de ser mediocres (es solo una mala racha) y tendrán el éxito que creen merecer (pero que con seguridad no merecen y no van a alcanzar). Esa pujanza de los mediocres suele ser el origen de las catástrofes, desgracias e infortunios que los hundirán en unas vidas aún peores de las que no estaban resignados a vivir, a no ser que el mediocre sea lo bastante sabio como para quedarse tranquilo, disfrutando si cabe de su medianía, aceptando que la suya es y será una suerte chata y gris.

Parecería menos comprensible que una persona exitosa (si medimos el éxito como se mide en estos tiempos: en fama y fortuna y libertad para hacer con tu vida lo que te dé la regalada gana) sueñe con una vida distinta y todavía mejor de la que ya vive. Las personas exitosas no podrían ignorar que son exitosas. Por lo general, son lo bastante perspicaces para advertir, comparándose con los demás, y comparándose con lo que ellas fueron tiempo atrás, que han tenido éxito, que han sobresalido, que han descollado entre sus pares. Son pocas las personas exitosas que no son conscientes de su éxito. Sin embargo, la mayor parte de ellas suelen creer que se merecen el éxito y mucho más: soy famoso y tengo plata y hago lo que quiero porque me lo he ganado gracias a mi indiscutible talento, que es un talento superior. Es infrecuente encontrar a una persona que te diga: no me explico mi éxito, no lo merezco, tiene que ser obra del azar, de la pura casualidad, de la buena suerte: tengo éxito no gracias a mí, sino gracias a que alguien tiró los dados y cayeron a mi favor como podrían haber caído en mi perjuicio y en ese caso sería un mediocre, un fracasado más.

Podemos suponer entonces que la mayor parte de los mediocres no saben que son mediocres y sueñan con una vida exitosa (que creen merecer, que está por venir, ya vendrá la buena racha) y que la mayor parte de los exitosos saben que son exitosos y sin embargo sueñan con una vida aún más afortunada. Uno se pregunta quién es más peligroso, quién más odioso: si el mediocre obstinado en triunfar o si el exitoso inconforme y ávido de más glorias y recompensas. Ambas son, me parece, enfermedades de nuestro tiempo, pero la primera parecería una enfermedad menos estúpida, porque quienes la padecen son un poco tontos y no tienen la culpa de lo que hacen o de lo que se imaginan, mientras que la segunda es una enfermedad viciosa, altamente tóxica, y en cierto modo despreciable, porque quienes la padecen han elegido contagiarse de ella, se han enfermado a sabiendas, se han enfermado porque se aburrían de estar saludables y ya bastante ganadores.

He notado últimamente que la gente famosa y exitosa no está contenta, no se encuentra satisfecha, no sabe estarse quieta y quiere hacer con su vida una cosa distinta de la que ya hace tan bien y que además le ha procurado tan buen provecho económico. Esto no lo entiendo y me provoca un cierto desasosiego. No entiendo por qué tanta gente tocada por la gracia y la fortuna no se queda tranquila con el desmesurado éxito que ha alcanzado y trata de disfrutarlo un poco y a ser posible con la debida discreción. Pero tal cosa no parece posible en estos tiempos en los que nadie está contento con la suerte que le ha tocado en gracia: los mediocres quieren una vida distinta (quién podría condenarlos) y los exitosos también (quién podría compadecerse de ellos), y en ese afán se les escapa a todos el sosegado goce de los días, el disfrute modesto de las pequeñas o grandes cosas que de momento se poseen.

Esta parecería ser la enfermedad de los tiempos que corren: la depredadora ambición de querer tenerlo todo y de inmediato y a cualquier precio, y cuando ya parece que lo tienes todo, querer ser otra persona todavía más exitosa, cambiar de oficio, demostrar que tu talento no tiene límites y que puedes triunfar en lo que te propongas, en lo que te salga del forro, en lo que te encapriches por pura vanidad. Tal conducta inmoderada es terrible y cruel, porque entraña una humillación a los mediocres, quienes, como es lógico suponer, repudian que los exitosos les machaquen una y otra vez que sus talentos son infinitos y que ellos, los mediocres, son y serán siempre infinitamente mediocres, incapaces de llegar a la cima y ponerse a hacer piruetas, acrobacias y toda clase de mohínes disparatados como los que hacen los exitosos inconformes. La venganza de los mediocres consiste en rechazar ofuscados la insolente pretensión de que el éxito es una carrera atropellada, infinita, y pasar a detestar (e incluso a odiar y querer matar) a los que antes admiraban. El mediocre termina odiando al exitoso a quien antes admiraba porque piensa: no permito que seas tan abusivamente exitoso, no permito que me humilles recordándome que tú tienes tantos talentos y yo ninguno, que la suma de tus éxitos sea el inventario de mis fracasos.

Veo con alarma que a las personas más incautas las están haciendo creer que si desean con suficiente tenacidad una cosa, el universo conspirará para que la consigan y sin duda la conseguirán. La conseguirán, les dicen, porque la merecen, porque han nacido para tener éxito y nada ni nadie les impedirá alcanzarlo: tú puedes, sí se puede, piensa en grande, no desmayes, sal a conquistar el mundo y lo harás tuyo. Lamento discrepar. No, no se puede, o tú no puedes, no lo intentes siquiera, no vas a conseguir siempre lo que más imprudentemente deseas. Mi experiencia es que el universo conspirará, si acaso, para que no lo consigas. Yo deseé con obstinación ser un hombre y nadie conspiró para que pudiera serlo y desde luego no pude serlo cabalmente.

No entiendo por qué las personas que han llegado a la cima de una gran montaña de pronto se encuentran insatisfechas, ansiosas, necesitadas de trepar más alto todavía, y entonces descienden por un despeñadero peligroso y escalan otra montaña más alta y empinada, preñada de riesgos. Desde luego, y como era previsible, muchas tropiezan y caen en tal empeño y quedan malheridas, pudiendo haberse quedado tranquilas en la cúspide a la que habían llegado.

No escribo estas cosas porque se me acaban de ocurrir: las escribo porque las he visto.

He visto a una cantante que ha conquistado el mundo decir que ahora quiere ser actriz y conquistar el mundo de nuevo y ganar todos los premios posibles como actriz, puesto que ya ganó todos los premios posibles como cantante.

He visto a un escritor que ha conquistado el mundo con sus prodigiosas técnicas de hechicería narrativa subir al escenario para demostrar que también puede ser actor, un actor acartonado y soporífero que relata con memoria portentosa lo que otros han escrito y él recita ante los ojos arrobados, lánguidos, de una bella dama a la que tal vez quisiera conquistar (ya que no va a conquistar al público, que disimula sus bostezos, aplaude por cortesía y sale del teatro como si hubiera salido de una prisión).

He visto a un cantante famoso decir que no le basta con tener un avión privado, pues lo que ahora necesita (y con urgencia) es un avión más grande y espacioso en el que pueda tener una cama king size para él y camas pequeñas para sus invitados.

He visto a un hermano millonario pedirle a mi madre todos sus ahorros para invertirlos en negocios de alto riesgo, sin que los demás hermanos se enterasen de que mi madre había vaciado sus cuentas bancarias para saciar la codicia, al parecer insaciable, de su hijo.

He visto a mis amigos de toda la vida decirme que debo aprovechar la relativa comodidad que me han dado veinticinco años dedicados mercenariamente a la televisión para dar el salto a la política y postularme a Presidente de la República del país en el que nací y en el que elegí no vivir y en el que, seamos francos, preferiría no vivir.

He visto todo eso y sigo sin entender por qué somos incapaces de quedarnos tranquilos y agradecidos con lo que ya tenemos (que no es poco y suele ser más de lo que merecemos). Sospecho que buena parte de los males que padecemos tienen su origen en esa curiosa enfermedad de nuestro tiempo: la de no saber estarnos quietos y a gusto con lo que ya tenemos, con lo que ya somos.

Como casi siempre queremos ser una cosa distinta de la que somos, una cosa mejor de la que ya somos (lo que a menudo acaba convirtiéndonos en una peor), la muerte parece un acto de estricta justicia, que debería complacer a todos, a los exitosos y a los mediocres por igual: no estabas contento con lo que tenías, pues ahora no lo tendrás más y serás algo distinto: un cadáver.

Tal vez no sea exagerado decir entonces que los que persiguen el éxito más terca y obsesivamente acaban propiciando su propia muerte, o cuando su menos su propia infelicidad, que es una manera de seguir vivos estando ya muertos.

jaime bayli

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