26.10.09

La foto de mi padre

Cuando mi padre murió hace casi tres años, no sentí nada parecido a la tristeza. Sentí un alivio profundo y una tranquilidad culposa.

Mi madre me llamó al celular a las cinco de la mañana para darme la noticia. Estaba llorando. Mi padre había muerto en sus brazos y le había pedido que me diera un abrazo, el abrazo que él no pudo darme, o eso fue lo que me dijo mi madre.

Yo había dejado el celular prendido porque sabía que mi padre no pasaría de esa noche. Pude ir a la clínica a acompañarlo en sus últimas horas, pero varios de mis hermanos estaban con mi madre en el cuarto, y no me pareció una buena idea ver morir a mi padre. Además, esa madrugada yo venía saliendo de la televisión, había terminado el programa, estaba en terno y corbata, y quería estar a solas, en silencio.

Antes de que mi madre me llamase, sentí que alguien me tocaba la espalda, dándome dos palmadas (yo estaba durmiendo tendido bocabajo). Desperté sobresaltado, pensando que había un intruso en la habitación. No había nadie. Pero con seguridad alguien me había tocado. Minutos después, sonó el celular y mi madre me confirmó la muerte de mi padre. No soy creyente, pero tal vez mi padre me tocó la espalda aquella noche para despedirse de mí.
Mi madre estaba tranquila en el teléfono, ya todos sabíamos que la muerte de mi padre era inminente. No lloré. Regresé a la cama y seguí durmiendo. Sabía que si no seguía durmiendo, terminaría llorando, y no quería llorar, no quería llorar por mi padre. Por eso me obligué a seguir durmiendo. Tomé unas pastillas y dormí hasta el mediodía, temeroso de que alguien me tocase la espalda de nuevo.

Aquella tarde de diciembre pasé por la casa de mi madre y contemplé a mi padre muerto dentro de un ataúd instalado en el comedor. Estaba de traje y corbata, muy elegante, y le habían puesto su Rolex preferido. Se veía apuesto y sereno, como si estuviera cómodo allí, a pesar de la sañuda devastación a la que el cáncer lo había sometido.

He visto fotos de mi padre de joven y era muy guapo. Fumaba, andaba en moto, era corpulento, vestía pantalones vaqueros apretados, pasaba por ser el James Dean de la ciudad. Nunca imaginó que su hijo mayor, el que llevaba su nombre, le saldría tan distinto a él. Yo odiaba todo lo que a él le gustaba: las pistolas, los revólveres, las escopetas, las motos, los safaris, las linternas, los relojes de lujo, los cuchillos, las borracheras, las rancheras, las marineras. Y él me odiaba, o me detestaba, o me tenía una cierta alergia, porque no era tan despistado como para no darse cuenta de que le había salido un hijo mariquita, y para colmo de males, su hijo mayor y el que llevaba su nombre. Tal vez por eso, para desahogar la rabia o la frustración, o porque simplemente nunca fue bueno controlando su lado animal, tuvo siete hijos más, todos hombres, todos heterosexuales que se sepa, aunque nunca se sabe bien (o yo nunca he sabido bien ser una cosa o la otra).

Miré a mi padre muerto, finalmente muerto, finalmente derrotado, y no sentí nada. Me había despedido de él unos días antes, en la clínica, cuando ya estaba inconsciente y yo no sabía si me podía escuchar. Le di un beso en la frente, le dije que había sido un buen padre, lo tomé de la mano y besé su mano. Fue un gesto cortés, una despedida caballerosa. No me emocioné ni sentí que estuviera diciendo rigurosamente la verdad (pero a veces la cortesía consiste en escamotear la verdad). Porque conmigo no fue un buen padre o no pudo serlo o su padre lo programó para que repitiera los abusos que él padeció y de los que nunca se recuperó.

Puedo entender que me insultase y en ocasiones me pegase con una correa: era comprensible que, estando borracho, y teniendo tantos hijos díscolos y chillones, y arrastrando esa cojera desde niño, odiase al mundo y, en particular, a su hijo marica o amariconado o amanerado; lo que no puedo entender (o perdonar) es que me humillase en presencia de sus amigos, riéndose todos de mí como unas hienas: esas burlas envenenadas, esos apodos desdeñosos con los que me llamaba, las cosas que les contaba a su amigos, haciendo escarnio de mí (por ejemplo, que me gustaba escuchar el programa Ovación de Pocho Rospigliosi, o que me gustaban las canciones de Julio Iglesias, o que me gustaba la canción Don Diablo de Miguel Bosé), me parecían una traición. Que mi padre se deleitara empequeñeciéndome ante sus amigos me dolía más que cualquiera de sus correazos. Y que sus amigos, esos pusilánimes, esos mequetrefes, se rieran junto con mi padre, rebajándome, ridiculizándome, celebrando lo afeminado e idiota que yo les parecía, encendía una llamarada en mi estómago, un fuego que nunca acabaría por extinguirse, y me hacía pensar que algún día me vengaría de todos esos mediocres de pacotilla, que algún día esos gallinazos que se reían de mí sabrían bien quién era yo, quién era capaz de volar más alto.

En casa de mi madre, al lado del ataúd donde empezaba a corromperse el cadáver de mi padre, la gente me daba el pésame. Nadie sabía bien cómo darme el pésame. Algunos decían “mis condolencias” o “mis más sentidas condolencias” o “mi sentido pésame” o “te acompaño en tu dolor”. Todo me parecía falso, no solo por el modo en que lo decían, sino porque algunos de los que me daban las condolencias eran los mismos gallinazos que treinta años atrás se habían reído de mí, en complicidad con mi padre (ahora los gallinazos tal vez sabían quién volaba más alto y me saludaban con respeto, al tiempo que yo los miraba como si fueran translúcidos, como si no existieran).

Yo no sentía ningún dolor, en todo caso sentía un alivio considerable. Podía respirar mejor. Era como si me hubieran quitado un peso de encima, un lastre que casi acabó por hundirme en el pantano con lagartos y caimanes que fue la vida con mi padre. Ahora podía caminar tranquilo, el viejo ya no seguiría diciéndome que mis libros eran una basura (la última vez que me lo dijo fue en presencia de su buen amigo, el gran Pepe Valle Riestra: dijo que cierta novela mía le había parecido deleznable, al punto que la había dejado, disgustado, tras las primeras páginas, y enseguida pasó a elogiar sin reservas una novela que Pepe había escrito) y que mis programas eran una vergüenza (la última vez que me lo dijo fue en la clínica, y cuando lo conté en una crónica, se enfureció conmigo porque había revelado que estaba enfermo) y que la familia estaba asqueada, abochornada, harta de mí.

Al día siguiente les pregunté a mis hijas si querían ir al funeral de mi padre. Me dijeron que sí, que les daba curiosidad. Nunca habían asistido a un funeral. Aunque a duras penas conocían a su abuelo muerto, querían fisgonear el mórbido espectáculo. Por eso fuimos al sepelio en el sur.

Subimos a la camioneta mis dos hijas, dos empleadas domésticas y yo. Mi hija menor no estaba contenta con su vestido. Quería otro vestido, uno más lindo, uno que le quedase mejor. Nos detuvimos en un centro comercial, el Jockey Plaza, y compró un vestido que le pareció apropiado para la ocasión. Luego conduje a toda prisa, tan rápido que las empleadas iban asustadas, pidiéndome que bajase la velocidad, vaya más despacio, joven Jaime, que nos vamos a morir toditas machucadas y nos van a enterrar antes que a su papito.

A medio camino en la autopista al sur, sobrepasamos la caravana de autos que seguían al vehículo de la funeraria que llevaba el cadáver de mi padre. Mis hijas parecían contentas y yo también. Escuchamos canciones de Coti, de Calamaro, de Drexler, de Julieta Venegas. Mi padre estaba muerto, rumbo al cementerio, y, sin embargo, era un día feliz.

En el cementerio, mis siete hermanos cargaron el ataúd. Yo me mantuve distante, como distante me mantuve durante tantos años sin hablar con mi padre. Mis hermanos me miraron con severidad, reprochándome esa última, predecible deserción. Pero yo no quería cargar a mi padre porque ya había soportado esa carga durante cuarenta años y ahora sentía que me tocaba descansar. El cura habló las pomposas zarandajas de siempre y nadie pareció entender nada ni prestarle siquiera atención. Algunos de mis hermanos lloraban. Yo me sentía tranquilo y hasta risueño, tomado de la mano por mis hijas, que se veían preciosas.

Antes de que empezaran a echar tierra sobre el ataúd de caoba, mi madre y mis hermanos se acercaron y dejaron flores. Sentí que debía estar a la altura de la refinada hipocresía en la que se me educó. Me acerqué, besé el ataúd y me retiré con gesto adusto, simulando una tristeza profunda. Pero no estaba triste. Era solo una demostración de mi talento histriónico.

De regreso en la camioneta, mis hijas y yo cantamos algunas canciones de Coti y Calamaro y sentí que una extraña forma de júbilo o euforia se había apoderado de nosotros, como si un veterano enemigo se hubiese marchado para siempre, como si hubiese conseguido ganar la guerra más despiadada, como si por fin hubiera derrotado a un adversario que en algún momento me había parecido indestructible, invulnerable.

No he vuelto al cementerio ni volveré. No he rezado por mi padre ni rezaré. No creo que volveré a verlo y ciertamente no tengo ganas de verlo y si volviera a verlo en otra vida quizá fingiría que no lo conozco. Tengo en la casa de Miami una foto suya que me regaló mi madre. Mi padre aparece sonriendo. Es por eso una foto falsa, forzada: así nunca me sonrió a mí. Ese señor que sonríe con aire beatífico no es mi padre, o no es el que yo recuerdo. Ahora que estoy mudándome a Bogotá, tal vez debería deshacerme de esa foto.


peru 21

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