LA CRISIS INTERNACIONAL
Por: Pedro Medrano*
Hace poco la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) divulgó cifras alarmantes sobre el aumento del número de hambrientos en el mundo. A mediados del 2009, el número de personas con hambre rebasó los mil millones por primera vez en la historia. El número aproximado, de 1.020 millones, excede en unos 100 millones la cifra de personas con hambre a mediados del 2008.
En América Latina y el Caribe, el número de personas con hambre también ha aumentado. Entre el 2008 y 2009, el incremento ha sido de un 13%, a 53 millones. Dicho aumento está vinculado a las crisis internacionales que han alterado los mercados energéticos, financieros y alimentarios. Estas crisis han reducido los ingresos y las oportunidades de empleo de los pobres y comprometido significativamente su acceso a la alimentación.
El hambre ataca a los sectores marginados de las sociedades de la región, pero con especial dureza a las poblaciones más vulnerables: indígenas y afrodescendientes, mujeres y, en particular, a niños pequeños. En la actualidad, 9 millones de niños padecen de desnutrición crónica (retardo en la talla). En ciertos países la tasa de desnutrición excede, con creces, el promedio para la región. En Guatemala, por ejemplo, el 49% de los niños menores de 5 años manifiesta retardo en la talla.
La problemática aludida tiene una dimensión moral muy importante que estremece nuestra sensibilidad y nos motiva a la acción. Pero en años recientes ha ganado vigencia la percepción de que, además del aspecto ético, el hambre tiene un costo importante que grava con particular dureza a las sociedades menos prósperas. De esta aproximación económica al fenómeno se desprende que la inseguridad alimentaria no solo debe ser tratada como un problema moral, sino también como un asunto prioritario en el diseño de políticas públicas para el desarrollo.
El crecimiento del hambre como consecuencia de las crisis internacionales amenaza con devaluar aun más el potencial de los países menos favorecidos para mejorar las condiciones de vida de sus poblaciones. En momentos como estos, los gobiernos, las sociedades y la comunidad internacional deben aunar esfuerzos para fortalecer las redes de protección social que amparan a los sectores más vulnerables de los embates de las crisis internacionales.
Medidas determinadas y acciones concertadas —como los programas de salud materno-infantil, las transferencias condicionadas de alimentos y la alimentación escolar— tienen comprobado potencial para impedir que el hambre acentúe su presencia en nuestro continente. Es tiempo de reforzar esos programas no solo por el deber que nos atañe de luchar contra la desnutrición, sino también por el costo económico que el hambre impone sobre los países menos aventajados.
(*) Director regional del Programa Mundial de Alimentos de la ONU
EL COMERCIO
Por: Pedro Medrano*
Hace poco la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) divulgó cifras alarmantes sobre el aumento del número de hambrientos en el mundo. A mediados del 2009, el número de personas con hambre rebasó los mil millones por primera vez en la historia. El número aproximado, de 1.020 millones, excede en unos 100 millones la cifra de personas con hambre a mediados del 2008.
En América Latina y el Caribe, el número de personas con hambre también ha aumentado. Entre el 2008 y 2009, el incremento ha sido de un 13%, a 53 millones. Dicho aumento está vinculado a las crisis internacionales que han alterado los mercados energéticos, financieros y alimentarios. Estas crisis han reducido los ingresos y las oportunidades de empleo de los pobres y comprometido significativamente su acceso a la alimentación.
El hambre ataca a los sectores marginados de las sociedades de la región, pero con especial dureza a las poblaciones más vulnerables: indígenas y afrodescendientes, mujeres y, en particular, a niños pequeños. En la actualidad, 9 millones de niños padecen de desnutrición crónica (retardo en la talla). En ciertos países la tasa de desnutrición excede, con creces, el promedio para la región. En Guatemala, por ejemplo, el 49% de los niños menores de 5 años manifiesta retardo en la talla.
La problemática aludida tiene una dimensión moral muy importante que estremece nuestra sensibilidad y nos motiva a la acción. Pero en años recientes ha ganado vigencia la percepción de que, además del aspecto ético, el hambre tiene un costo importante que grava con particular dureza a las sociedades menos prósperas. De esta aproximación económica al fenómeno se desprende que la inseguridad alimentaria no solo debe ser tratada como un problema moral, sino también como un asunto prioritario en el diseño de políticas públicas para el desarrollo.
El crecimiento del hambre como consecuencia de las crisis internacionales amenaza con devaluar aun más el potencial de los países menos favorecidos para mejorar las condiciones de vida de sus poblaciones. En momentos como estos, los gobiernos, las sociedades y la comunidad internacional deben aunar esfuerzos para fortalecer las redes de protección social que amparan a los sectores más vulnerables de los embates de las crisis internacionales.
Medidas determinadas y acciones concertadas —como los programas de salud materno-infantil, las transferencias condicionadas de alimentos y la alimentación escolar— tienen comprobado potencial para impedir que el hambre acentúe su presencia en nuestro continente. Es tiempo de reforzar esos programas no solo por el deber que nos atañe de luchar contra la desnutrición, sino también por el costo económico que el hambre impone sobre los países menos aventajados.
(*) Director regional del Programa Mundial de Alimentos de la ONU
EL COMERCIO
No hay comentarios:
Publicar un comentario