13.10.09

La gloria del 'Zambo' Cavero

Por: Mariella Balbi

La muerte nunca será alegre por más jaranas de despedida hechas a Arturo “Zambo” Cavero. Basta ver la tristeza de Óscar Avilés, de sus familiares o la subida de glucosa de Augusto Polo Campos. Pero a alguien que cantó muchas veces: “así como he vivido al azar, al azar quiero irme” con seguridad le gustaría más irse a ritmo de guitarra, cajón y baile que con un responso fúnebre. La trilogía de Avilés, Polo Campos y Cavero fue notable, tal vez la mejor decisión en sus carreras. Si bien el pegajoso “Contigo Perú” fue el disparador, escuchar “Cada domingo a las 12 después de la misa”, “Cariño bonito”, “Tu perdición” atrae al criollo y a quien no lo es tanto. Y la intimidad que transmite cuando canta “Nuestro secreto”, de Félix Pasache, es conmovedora, propia solo de quien tiene una voz privilegiada.

Su manera de cantar es potente pero tierna, distinta porque no se ciñe a estrictos cánones de la melodía, le añade disonantes y crea un estilo personalísimo e inconfundible. Así como identificamos instantáneamente la voz de la grandiosa Lucha Reyes, el registro del “Zambo” Cavero es inconfundible también. Dicen que se le ha hecho un entierro apoteósico por ser amigo del presidente García. Poco importa. Él era popular, por su voz bonita, por su estilo, incluso por su gordura y por ser moreno. No vale la pena discutir sobre el tamaño de su reconocimiento en el mundo plebeyo. El “Zambo” Cavero fue querido y lo seguirá siendo. Cuando quien esto escribe hacía sus “pininos” en el más noble o vil de los oficios, hace 23 años, entrevistó a Cavero. Para hacerle más gratas las cosas lo invité a almorzar. No eran tiempos de auge gastronómico y yo no era ni soy una eximia cocinera. Preparé un modestísimo arroz chaufa con salchicha, que encima no salió muy bien. El “Zambo” lo comentó, pero no tanto.

Serví porciones abundantes aunque dentro de lo normal. Luego me pidió que lo acompañara a ver a sus hijas. “Los taxistas a veces no me quieren llevar” dijo con sorna mientras esperábamos uno. Llegamos a la casa de una de ellas y nuevamente almorzó una porción contundente, y yo también. Supervisó las tareas de la niña, un padre amoroso la verdad, y de ahí enrumbamos —siempre en taxi— donde las otras hijas y volvió a almorzar opíparamente. La verdad, ya no podía más con el “combo” triple. “No comes nada”, me dijo, “con razón eres tan flacuchenta” y se rio. Atendió nuevamente y con el mismo afecto las tareas de las niñas, y se fue feliz. Yo también.

EL COMERCIO

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