29.1.09

La palabra maldita

Me encuentro con una sala con capacidad para cuatrocientas personas pero en la que hay –me dicen los organizadores- por lo menos quinientas y por eso las entradas y las salidas están tapadas y hay gente que está de pie detrás de la última fila de asientos.

Es la Feria del Libro de Trujillo y aquí estoy, inexplicablemente, hablando de este libro que, para alimentar el odio de mis siempre divertidos parásitos, fue el más vendido de la feria limeña Ricardo Palma.

A mí claro que eso me interesa muy poco, pero a mis editores les parece una gran noticia y les pinta como mejor noticia este recibimiento de Trujillo, que no tiene ninguna justificación, desde luego, pero que se agradece con los ojos abiertos.

Hacen la presentación dos colegas que acabo de conocer y que son tan generosos que me dejan patitieso. Y me pregunto en silencio: ¿No me estaré muriendo? ¿No me verán cara de solicitado por la Parca y por eso, de pura compasión, dicen lo que dicen de “Cambio de palabras”? ¿Y todo porque, sencillamente, siempre hice mi chamba y dije unos cuantos “¡No!” en el momento en que debía decirlos?

Entonces me toca el turno de hablar y hablo desde los apuntes que hice por la mañana, en el hotel, en el cuaderno de notas que más quiero.

Y hablo de lo difícil que es entrevistar en países como el nues-tro, donde admitir la verdad se consi-dera una derrota, una flaqueza, casi una mariconada.

Y hablando de cómo es que en el Perú se odia la verdad y se ama la mentira recuerdo el caso de Mario Vargas Llosa, a quien se le ocurrió decir en 1990 que salir de la crisis iba a ser difícil, que la economía necesitaba de un sacudón y un sinceramiento y que la reforma del Estado implicaba una serie de privatizaciones.

Decir todo eso le causó una derrota fulminante. Decir mentira tras mentira tras mentira le significó a Fujimori llegar a la presidencia. Y cuando el japonés encubierto hizo lo que Vargas Llosa había anunciado que haría –pero sin anestesia y con Colinas, sin compasión y con cadáveres- los peruanos lo premiaron con la adoración y con el segundo mandato.

Les digo a los muchos jóvenes y a algunos viejos (como yo) que me escuchan –o que simulan hacerlo, nunca se sabe- que los políticos peruanos son negacionistas de sí mismos. O sea que Beltrán decía que jamás fue golpista, Haya juraba que no había mudado de doctrina y Jorge del Prado sostenía que nunca había recibido consignas de Moscú. La creación de la propia santidad –añado- es la tarea que con mayor seriedad se toman los políticos en el Perú.

Hago una apología de la vieja grabadora como método todavía irreemplazable para entrevistar y ser fiel con el diálogo ocurrido, digo que ningún entrevistado hará alguna confesión si considera que el entrevistador no es “un igual” desde el punto de vista intelectual y les recuerdo a esos alumnos universitarios que pueblan la sala que las preguntas no son comentarios ni glosas y que el verdadero secreto de esta vaina de las entrevistas está en la dosis de repreguntas venenosillas que hay que aplicar.

Digo también que le debí mucho –y le sigo debiendo- al maestro Alfonso Tealdo y que, a pesar de algunas versiones narcisistas de sus propias entrevistas, aprendí un montón de la insolencia informada de Oriana Fallaci. Y añado que la entrevista que me hubiera gustado hacer es la que “Playboy” le hizo hace cuarenta años a Marlon Brando.

Y apunto que las peores entrevistas que he visto y oído siempre han tenido el mismo escenario: el Palacio de Gobierno de Lima, Perú. No las ha habido peores. Ni más infames ni más sobonas ni más patéticas.

Y, por último, hablo, al margen de mi tema, de la palabra que más odio, de la palabra maldita, del término que adormila y masacra el alma y castra de un zarpazo. Esa es la palabra “resignación”. La que está detrás de las autoestimas tiroteadas, de los mensajes de “la gran prensa”, de los contrabandos diversos que el sistema mundial esparce a través de sus intelectuales orgánicos. Y hablo de la necesidad de desobedecer cuando la irracionalidad es la que pretende reclutarnos.

Y me emociona ver lo que ese breve discurso produce, la reacción animada de gente que se me acerca, a la hora de firmar ejemplares, y me dice que ahora se siente capaz de imaginar algo distinto. Y sólo por eso ha valido mil veces la pena venir a esta ciudad.

CESAR H.

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