29.12.08

Quéjate al cielo

Es martes, vísperas de navidad, y no puedo dormir porque me he hecho adicto a los capítulos de John Adams que se emitieron en HBO y que me hacen sentir orgulloso de haber adoptado la ciudadanía de los Estados Unidos de América. El peligro de ver esa estupenda miniserie es que despierta en mí la ambición megalómana por capturar el poder y dejar una huella indeleble en la historia de mi país, como la dejaron aquellos bravos milicianos de Nueva Inglaterra que, arengados por pancartas que decían Appeal to Heaven, se atrevieron a desafiar al Imperio Británico y fundaron esta gran nación, afirmando el derecho constitucional a la búsqueda de la felicidad.

Pero mi felicidad no está ni estará en creerme Adams, Washington, Jefferson o Franklin y tratar de refundar el país refundido y rejodido en el que nací. Mi felicidad, o la incierta búsqueda de ella, parece estar en esta isla tranquila, viendo los capítulos de John Adams, tal como me recomendó mi amigo Federico Jiménez Losantos cenando en Solchaga en Madrid, y no tratando de ser John Adams, pues tal emprendimiento imprudente y envanecido terminaría mal en cualquier caso, según me ha asegurado Federico, que de estas cosas sabe, y mucho: asesinado, en el mejor de los casos; preso, linchado, empalado por la multitud o envenenado por el cardenal o alguno de sus sicarios, muy probablemente; o, en el peor de los casos, ciñéndome la banda que tantos bribones y mequetrefes se han colgado en el pecho, pechos flácidos y de protuberantes glándulas mamarias que luego han engordado a expensas de los más pobres.

Es martes y no puedo dormir porque sé que continúa nevando en British Columbia y el aeropuerto de Vancouver sigue cerrado y el vuelo que traerá a Javier, Nicole y Joanne no podrá despegar a tiempo. Maldita sea, tenía que caer una tormenta de nieve precisamente cuando mi hermano más querido y sus chicas bellas y adorables van a venir a pasar las fiestas conmigo. Quéjate al cielo. O, si no crees en el cielo, quéjate con tu agente de viajes.

Llamo a la pobre Stephanie, que me compra los pasajes, y le digo que haga algo, que cambie el boleto, que consiga un vuelo directo desde Vancouver a Miami, que saque a mi hermano de esa absurda pesadilla prenavideña, pero ella, una mujer paciente y encantadora, me explica que no puede impedir que caiga nieve en aquellas tierras gélidas de Canadá y que no está en sus manos reabrir el aeropuerto clausurado de Vancouver y me jura por su honor que no hay vuelos directos entre Vancouver y Miami y que aquella conexión en Los Ángeles era la única alternativa disponible a estas alturas, porque es navidad y todo el mundo viaja por navidad. ¿No era que estábamos en crisis? ¿No era que la gente no tenía dinero para salir de casa? ¿No era que la gente ya no creía en las religiones y no celebraba la navidad? Pues no: aun sin dinero y siendo agnóstica y descreída de los dogmas religiosos, la gente viaja en navidad y la celebra a tope y en grande y por todo lo alto, no porque crea en Dios ni en el nacimiento del niño Jesusito en el pesebre, sino porque cualquier pretexto parece ser bueno para tragar con desenfreno y reunir a regañadientes a la familia para luego renegar de ella, eructando y despidiendo flatulencias de pavo.

Javier me llama y me dice que ya están en el avión. Son las nueve de la mañana. Me dice que despegarán en una hora. Buen vuelo, le digo, pero sé por los informes confiables de Stephanie que no despegarán en una hora ni en dos y mejor ni se lo digo.

Camila entretanto me escribe un correo electrónico diciéndome que la llame enseguida, que ha cometido un error muy serio, que necesita hablar conmigo urgentemente.

Estoy a punto de llamarla cuando llama Martín desde Buenos Aires. Está llorando. Ha chocado. Ha dejado el auto muy estropeado. La culpa es toda suya. Venía rápido por Libertador escuchando el último disco de Coldplay, Viva la Vida, había fumado un porrito prenavideño para soportar el estrés de las compras, frenó muy tarde y embistió un cacharro viejo. El dueño del cacharro ni se quejó, por eso amo tanto a la Argentina. Pero ahora Martín ha llevado el auto al taller en Martínez y parece que se quedará todas las fiestas sin auto y dice que debió quedarse conmigo en Miami y no ir a pasar las navidades a esa ciudad enloquecida. Quéjate al cielo, amor. Ya chocaste y al menos no te partiste el brazo como yo en Madrid.

Llamo a Camila. Está llorando. Pienso: Está embarazada. Sé que confía en mí y sabe que estoy y estaré siempre de su lado. Me dice: he cometido un error terrible. Pienso: Ya está, seré abuelo, será divertido. Me dice: he comprado el lavaplatos equivocado para mi mami. Dios, qué alivio, me digo. Pero para ella es una tragedia. Porque en La Curazao no quieren devolverle la plata del lavaplatos y a ella no le queda más plata para comprar el lavaplatos correcto, el que quiere su mamá. Hago un par de llamadas y el chofer lleva a Camila a un banco y le dan la plata que necesita. Luego compra el lavaplatos para su madre. Me llama, está feliz, me dice que me ama, que no me preocupe, que el otro lavaplatos lo cambiará en La Curazao por artefactos electrodomésticos para las empleadas domésticas (y muy pronto electrodomésticas). Camila es genial. Nunca deja de sorprenderme. Es intensa y apasionada y divertida y quiere ser presidenta de los Estados Unidos. Sin duda es mi hija. Por eso debo impedir que vea John Adams.

Javier me llama y me dice que es la una de la tarde y siguen sentados en el avión en Vancouver y no despegan porque están descongelándolo y el viaje se ha convertido en una maldita pesadilla. Llamo a Stephanie y me quejo y le digo que de todas maneras van a perder la conexión en Los Ángeles. Ella consigue cambiarle la conexión de Los Ángeles a Dallas. Llegarán a Dallas a medianoche. Dormirán en Dallas. Con suerte llegarán a Miami el 24 por la tarde. No hay alternativas. Si no te gusta, quéjate al cielo.

Ahora Javier está furioso en el aeropuerto de Los Ángeles, esperando cinco horas la maldita conexión a Dallas, y Martín está furioso en el taller de Honda, esperando a que le digan cuándo le devolverán el auto con el radiador machucado, y Camila está furiosa en La Curazao porque se niegan a cambiarle el lavaplatos por otras máquinas o aparatos electrodomésticos.

Trato de resolver esos problemas caminando enloquecido por la casa con tres teléfonos distintos, pero no soy John Adams, no soy nadie, no puedo hacer que Javier y sus chicas lleguen a tiempo a Miami ni que le arreglen rápido el Honda machucado a Martín ni que le permitan a Camila cambiar el lavaplatos por aspiradoras, tostadoras, radios y televisores de plasma en La Curazao.

Lo malo de ver John Adams es que por un momento te sientes un predestinado, un iluminado, un visionario y un pionero, alguien que lo entregará todo por cumplir un deber moral, y te llenas de una energía noble y altruista, y te convences hablando solo de que en tres años ese gordo pelopintado que baila como una mazamorra morada te cederá la faja bicolor (que te quedará apretada si sigues comiendo tantos Godivas prenavideños). Y cuando ya crees que eres el John Adams peruano y la bella Sofía tu abnegada Abigail y Enrique Ghersi, el más brillante y leal de tus amigos (no como otros que te dicen no tuve tiempo de escribirte un mail en tres años porque estuve muy ocupado con los viajes y la familia), será tu genial Jefferson, entonces aterrizas abruptamente en la realidad y comprendes que Javier no llegará el 24 ni el 25 porque sigue varado en el aeropuerto de Los Ángeles y que Martín tendrá que resignarse a los olores rancios de los taxistas charlatanes de Buenos Aires y que ni siquiera tienes poder para convencer al administrador de La Curazao de que le cambie el lavaplatos equivocado a tu bella hija adolescente. No eres nadie. Eres sólo un pusilánime miserable roído por cientos de rencores putrefactos. Eres nadie y es navidad y estás solo en tu casa sin un jodido regalo y si no te gusta, quéjate al cielo.

Jaime Bayly

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