24.12.08

Un gran humanista, genuinamente humano

LOS 90 AÑOS DE FRANCISCO MIRÓ QUESADA CANTUARIAS

Por Manuel Cisneros Milla. Periodista


He vivido casi medio siglo cerca y muchas veces muy cerca de quien al cumplir 90 años recibe homenajes merecidos de admiración, reconocimiento y gratitud. Lo conocí en marzo de 1963, cuando por gestiones de unos cuantos correligionarios suyos me llevó a trabajar a su despacho en el Ministerio de Educación.


Como confiaba plenamente en los demás, no dudó de las referencias que le dieron sobre mí. Desde que me estrechó la mano, por primera vez, advertí una acogida afectuosa, diría cordial, como si se reencontrara con un viejo amigo. Quedé desconcertado, es verdad. Era él el ministro, hombre distinguido y de mucho prestigio, y yo un provinciano que medrosamente ingresaba a una oficina de ese nivel. Creí que tal recibimiento se debía a la presentación de que había sido objeto, pero comprobé, en el quehacer dentro y fuera del ministerio, que así se comportaba con todos, que esa era su forma de ser. Cada persona y todas las personas le merecían el mismo respeto, la misma consideración


Compartí la intensidad, la euforia y el entusiasmo con que se vivía el acontecer político de aquellos años, cargado también de sinsabores, ardoroso debate conceptual y hasta lenguaje impropio, frente a los que respondía con serenidad y gran compostura. Trataba de hacer entender que así de difícil pero aleccionador era el comportamiento humano.


Su trabajo denodado por elevar el nivel profesional y las condiciones de vida de los maestros del país no era el cumplimiento de promesas electorales. Era el impulso de una convicción profunda y verdadera. Fue por eso que escuché muchas veces a dirigentes sindicales, militantes de partidos opuestos al gobernante, decirle: "Como maestros somos miroquesadistas". Era el reconocimiento a un comportamiento auténtico, sincero y nada demagógico.


De igual forma, fui testigo de su incorporación a una comunidad campesina de nuestra sierra central. En ese otro Perú, era para los del lugar un comunero más que se confundía con ellos sin reservas ni prejuicios.


Ya en El Dominical, a su regreso de Francia primero, y luego cuando les fue devuelto El Comercio, en el segundo gobierno del presidente Belaunde, junto con Paquito, su hijo, me llevó nuevamente a su lado. Fui, más que su colaborador, su alumno. Y qué lecciones las que recibí de este maestro que al enseñar trataba de no herir, de no mostrar su sabiduría. Generoso y comprensivo hasta la exageración, me obligaba a que atrevidamente le recordara que existía la palabra no y que no es posible aceptar todos los requerimientos. Mis frecuentes reacciones frente a su benevolencia, a su actitud incontrolable de querer dar más de lo que podía, hizo que en una oportunidad me dijera: "Manuel, usted es más racional que yo". Quedé confundido, tratando de entenderme a mí mismo.


Y en la noche del viernes 19, al llegar muy anteladamente al homenaje que se le rindió en el Museo de Osma, me encontré con el sacerdote Juan Serpa Meneses, párroco de Monserrate, con quien compartí, en la misma mesa y de principio a fin, esta hermosa y significativa velada. Recordamos que conocíamos al homenajeado mucho más de 40 años y él decía: "Este es el hombre que me ayudó tanto, con cariño y empeño, desde cuando inicié mi labor asistencial y educativa". Cuánto me consterna, al escribir estas líneas, que este sacerdote, también ejemplar, haya dejado de existir en un hospital de la ciudad.


Después de más de 45 años, en mis visitas semanales a su hogar de La Floresta, sigo encontrando al mismo hombre que con su vida cotidiana muestra el humanismo que como filósofo sustenta y difunde sin descanso.

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