11.1.09

Antiguo Testamento

En las Sagradas Escrituras puede estar la explicación de algunas fierezas que, autorizadas por Dios u ordenadas por Él, alcanzaron en aquellos tiempos remotos el grado de necesarias y beatíficas.

En el llamado “Libro de Jaser” o en “Las Guerras de Yavé” están descritos los triunfos hebreos sobre los moabitas, madianitas, amalecitas o ammonitas, que pretendían la banda oeste del río Jordán. Algunas de esas grandes batallas, junto a otras, las describe el llamado Libro de los Jueces.

En la conquista de Jericó, por ejemplo, un deslizamiento de tierras secó el cauce del río Jordán justo en el segmento que las tropas dirigidas por Josué, heredero de Moisés como custodio del Sagrado Tabernáculo, utilizarían para vadearlo. Esto, que fue hazaña de Yavé para los suyos, facilitó el desenlace de ese episodio.

En el Antiguo Testamento no se habla de batallas en Jericó, sin embargo. Habiéndose rendido el rey de la ciudad (así debe de interpretarse la frase “las murallas de Jericó se derrrumbaron”), Josué y sus combatientes, acatando el herem o anatema sagrado, pasaron a cuchillo a la población entera y ofrecieron ese sacrificio masivo a Yavé.

En el Libro de los Jueces se narra que, inmediatamente después de esa matanza inspirada en la voluntad divina, la ciudad, vaciada de sus habitantes, fue arrasada prolijamente y maldecida para la eternidad. La única persona que se salvó en Jericó -hay que decirlo- fue una mujer de nombre Rahab, en cuya posada se escondieron los espías que, antes de la invasión, envió Josué.

De este modo empezaría la conquista de las tierras que, en el norte, en las partes altas, ocupaban desde tiempo atrás los cananeos y en cuya parte sur prosperaron, en continua lucha con las tribus hebreas, los filisteos, fundadores de las ciudades de Asdod, Ascalón, Gaza, Gat y Eglón, y que dejaron su huella en la propia palabra Palestina (tierra de los pelishtim, es decir filisteos).

Los hebreos habían pasado del nomadismo desértico a una relativa unificación bajo el auspicio de Yavé, el Dios único y sin rostro, y ahora se trataba de resistir, primero, y de derrotar, después, a los habitantes originales de Canaán.

La más famosa de esas batallas fue la que enfrentó al hebreo Barac, de la tribu Isacar y al mando de un ejército numeroso, en contra de Sísara, jefe militar de los cananeos.

Fue otra oportunidad en la que la mano prodigiosa de Yavé pareció intervenir. El río Cisón fue desbordado por lluvias repentinas que hicieron inservibles los carruajes de guerra de los cananeos.

En el Libro de los Jueces puede leerse lo que algún anónimo poeta hebreo compuso para la ocasión: “Cuando tú, oh Yavé, salías de Seir/ Cuando subías desde los campos de Edom/ Tembló ante ti la Tierra,/ destilaron los cielos/ Y las nubes se deshicieron en agua./ Derritiéronse los montes ante la presencia de Yavé,/ a la presencia de Yavé, Dios de Israel...”

El cananeo Sísara creyó encontrar refugio en la tienda de una mujer llamada Jael. Fue un decisivo error de cálculo: Jael lo mataría con un golpe de mazo en la cabeza. Eran, claro, tiempos borrascosos y esas eran sangres primordiales y no digamos qué habrían hecho los cananeos con los hebreos si de ellos hubiera sido el éxito.

Este relato legendario figura como una narración de Débora, quien habría inspirado a Barac a unificar a los ejércitos de varias tribus hebreas. Es de absoluta importancia el papel de las mujeres en la tradición israelita.

Fue una mujer, por ejemplo, la que libró a los hebreos del cruel Abimelec, hijo de Gedeón y asesino de todos sus medios hermanos, crimen que fue considerado una obra justa de Yavé y un modo de vengar los desmanes fratricidas de Abimelec.

De épicas batallas, colaboraciones precisas de Yavé, cambios milagrosos del régimen de lluvias y del cauce de los ríos y cumplimiento inexorable del destino de un pueblo que había acordado con Dios vivir para su obediencia y bajo su eterna protección, de todo eso, decía, están llenas las Sagradas Escrituras judías.

Se diría que esos textos parecen, en algún sentido, profecías y hasta crónicas del día a día en esas tierras breves y condenadas, hasta ahora, a la sangre y al odio mutuo y colosal que, curiosamente, parece dictado por dioses salidos de un mismo tronco.

El relato sobre Sansón, por ejemplo, podría estar cobrando actualidad. De la tribu de Dan, bajo el dominio de los filisteos, Sansón fue el autor de cien hazañas basadas en su fuerza de otro mundo. Al final, sin embargo, terminó capturado por sus enemigos, quienes le sacaron los ojos y lo mataron. El hecho ocurrió, según los textos sagrados, en la ciudad filistea de Gaza.

HILDEBRANT
LA PRIMERA

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