EL ARTE DE DECAPITAR ADVERSARIOS
Por: Carlos Montaner Periodista
En los años 90 se decía que el médico Carlos Lage haría la transición en Cuba. El primer vicepresidente era un hombre tranquilo y amable, situado en medio de una tribu usualmente frenética. Se lo escuché a Carlos Salinas de Gortari, cuando era presidente, y a media docena de cancilleres y jefes de Estado: “Lage es el futuro”. Entonces, desaparecida la URSS, el comunismo cubano se tambaleaba. Parece que Lage, cuando conversaba con los políticos extranjeros, coqueteaba con las ideas democráticas y se vendía como el Adolfo Suárez caribeño.
Iniciado el siglo XXI el papel de delfín comenzó a desempeñarlo el canciller Felipe Pérez Roque, un ingeniero del entorno de Fidel Castro. Había sido una especie de primer asistente del comandante en jefe, así que cuando el canciller Roberto Robaina fue expulsado de su cargo, el propio Fidel lo impuso como sustituto, porque “era la persona que mejor interpretaba su pensamiento”. Tenía fama de talibán, duro e inflexible.
En julio del 2006, Fidel Castro se enfermó y abandonó el Gobierno. Con la llegada de Raúl al poder, tanto Lage como Pérez Roque fueron discretamente marginados. Los dos eran cuadros elegidos por Fidel para una hipotética sucesión política, pero Raúl no confiaba en ellos y tenía su propia idea de cómo y con quiénes organizar la reforma económica y la transmisión de autoridad, de manera que siguió el mismo sibilino patrón de comportamiento utilizado contra el general Ochoa en 1989: le encargó al general Abelardo Colomé Ibarra, su hermano del alma y poderosísimo ministro del Interior, que armara un buen expediente acusatorio para poder sacarlos del juego.
Y eso es lo que ha sucedido: el formidable aparato de espionaje cubano ha acumulado pruebas de pequeñas corruptelas, de nepotismo, de negligencias, de comportamiento contrarrevolucionario de algunos familiares, de ambiciones personales y (lo más grave) de transmitir a los políticos y visitantes extranjeros falsas expectativas con relación a supuestos cambios políticos.
Pérez Roque, que había sido un talibán en los primeros tiempos para muchos políticos y diplomáticos extranjeros, se había transformado en un “reformista”, como creía el canciller español Miguel Ángel Moratinos, hombre empedernidamente propenso a equivocarse, que apostaba por él para la transición, más o menos como el anterior ministro español de Asuntos Exteriores, Abel Matutes, llegó a manifestar que el “hombre del cambio” sería Roberto Robaina, dato utilizado en su momento por el aparato para hundirlo definitivamente.
Una vez debidamente “empaquetados”, con los voluminosos informes de los servicios de inteligencia sobre la mesa, Raúl Castro, experto en el arte de decapitar adversarios, dio inicio a su metódica labor de verdugo: convenció fácilmente a Fidel de la deslealtad esencial de los sujetos, enfrentó a los acusados con las pruebas de su comportamiento “inmoral y miserable”, los destrozó emocionalmente advirtiéndoles que lo hecho bordeaba la traición, por lo que merecerían ser ejecutados si la revolución no fuera tan generosa, y preparó las condiciones para el anuncio, aunque esta vez tuvo que hacer un trámite engorroso, pero inexcusable: fue necesario explicarle al tontuelo de Hugo Chávez lo que sucedería, dado que Lage y Pérez Roque eran sus interlocutores favoritos, y no podía sorprenderlo con su eliminación.
Con estos y otros personajes fuera de combate (incluido Fernando Remírez de Estenoz, otra esperanza blanca de las cancillerías democráticas liquidada en la purga), Raúl siente que se ha despejado el camino al sexto congreso del partido al que llegará con todos sus hombres de confianza colocados en las posiciones claves, de manera que nada pueda escapar de su control.
Mientras tanto, cunde el total desaliento en las filas revolucionarias y se disipa cualquier ilusión de cambio. Silvio Rodríguez se va a vivir a la Argentina, donde no hay unicornios azules (los peronistas se los hubieran comido), Pablo Milanés arraiga en Galicia y los hijos y nietos de la nomenclatura se marchan sigilosamente a cualquier sitio en el que exista el sueño de una vida mejor. En Cuba ya se sabe que eso es imposible.
Por: Carlos Montaner Periodista
En los años 90 se decía que el médico Carlos Lage haría la transición en Cuba. El primer vicepresidente era un hombre tranquilo y amable, situado en medio de una tribu usualmente frenética. Se lo escuché a Carlos Salinas de Gortari, cuando era presidente, y a media docena de cancilleres y jefes de Estado: “Lage es el futuro”. Entonces, desaparecida la URSS, el comunismo cubano se tambaleaba. Parece que Lage, cuando conversaba con los políticos extranjeros, coqueteaba con las ideas democráticas y se vendía como el Adolfo Suárez caribeño.
Iniciado el siglo XXI el papel de delfín comenzó a desempeñarlo el canciller Felipe Pérez Roque, un ingeniero del entorno de Fidel Castro. Había sido una especie de primer asistente del comandante en jefe, así que cuando el canciller Roberto Robaina fue expulsado de su cargo, el propio Fidel lo impuso como sustituto, porque “era la persona que mejor interpretaba su pensamiento”. Tenía fama de talibán, duro e inflexible.
En julio del 2006, Fidel Castro se enfermó y abandonó el Gobierno. Con la llegada de Raúl al poder, tanto Lage como Pérez Roque fueron discretamente marginados. Los dos eran cuadros elegidos por Fidel para una hipotética sucesión política, pero Raúl no confiaba en ellos y tenía su propia idea de cómo y con quiénes organizar la reforma económica y la transmisión de autoridad, de manera que siguió el mismo sibilino patrón de comportamiento utilizado contra el general Ochoa en 1989: le encargó al general Abelardo Colomé Ibarra, su hermano del alma y poderosísimo ministro del Interior, que armara un buen expediente acusatorio para poder sacarlos del juego.
Y eso es lo que ha sucedido: el formidable aparato de espionaje cubano ha acumulado pruebas de pequeñas corruptelas, de nepotismo, de negligencias, de comportamiento contrarrevolucionario de algunos familiares, de ambiciones personales y (lo más grave) de transmitir a los políticos y visitantes extranjeros falsas expectativas con relación a supuestos cambios políticos.
Pérez Roque, que había sido un talibán en los primeros tiempos para muchos políticos y diplomáticos extranjeros, se había transformado en un “reformista”, como creía el canciller español Miguel Ángel Moratinos, hombre empedernidamente propenso a equivocarse, que apostaba por él para la transición, más o menos como el anterior ministro español de Asuntos Exteriores, Abel Matutes, llegó a manifestar que el “hombre del cambio” sería Roberto Robaina, dato utilizado en su momento por el aparato para hundirlo definitivamente.
Una vez debidamente “empaquetados”, con los voluminosos informes de los servicios de inteligencia sobre la mesa, Raúl Castro, experto en el arte de decapitar adversarios, dio inicio a su metódica labor de verdugo: convenció fácilmente a Fidel de la deslealtad esencial de los sujetos, enfrentó a los acusados con las pruebas de su comportamiento “inmoral y miserable”, los destrozó emocionalmente advirtiéndoles que lo hecho bordeaba la traición, por lo que merecerían ser ejecutados si la revolución no fuera tan generosa, y preparó las condiciones para el anuncio, aunque esta vez tuvo que hacer un trámite engorroso, pero inexcusable: fue necesario explicarle al tontuelo de Hugo Chávez lo que sucedería, dado que Lage y Pérez Roque eran sus interlocutores favoritos, y no podía sorprenderlo con su eliminación.
Con estos y otros personajes fuera de combate (incluido Fernando Remírez de Estenoz, otra esperanza blanca de las cancillerías democráticas liquidada en la purga), Raúl siente que se ha despejado el camino al sexto congreso del partido al que llegará con todos sus hombres de confianza colocados en las posiciones claves, de manera que nada pueda escapar de su control.
Mientras tanto, cunde el total desaliento en las filas revolucionarias y se disipa cualquier ilusión de cambio. Silvio Rodríguez se va a vivir a la Argentina, donde no hay unicornios azules (los peronistas se los hubieran comido), Pablo Milanés arraiga en Galicia y los hijos y nietos de la nomenclatura se marchan sigilosamente a cualquier sitio en el que exista el sueño de una vida mejor. En Cuba ya se sabe que eso es imposible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario