1.3.09

Estados Unidos regresa al mundo

Por: Tomás Eloy Martínez Escritor

Se ha señalado mucho, pero no lo suficiente, que los ocho años del gobierno del presidente George W. Bush dejaron como legado una crisis económica mayúscula que evoca los desastres de la Gran Depresión, así como la destrucción de los valores morales sobre los cuales se erigieron el respeto y la influencia de Estados Unidos sobre el mundo durante los dos siglos previos.

Menos, en cambio, se han observado los daños definitivos que esas catástrofes han infligido a los sueños de hegemonía que Estados Unidos tuvo en las manos después de la caída de la Unión Soviética en 1989.

Bush destrozó algunas de las creencias básicas que su país había logrado exportar al mundo durante el siglo XX. La supremacía de la paz como mejor forma de vida de los pueblos, por ejemplo, sucumbió el día en que inventó el concepto de “guerra preventiva”. También se acabó la fe en el libre mercado como argumento para mejorar la vida de los individuos.

Mientras tanto China, que cultiva un capitalismo heterodoxo y cuyo gobierno dista de ser democrático, sigue siendo un modelo alternativo aunque ya no esté creciendo a paso de atleta.

La importancia de las Naciones Unidas como un concierto de los grandes poderes para buscar la pronta resolución de conflictos —tal como la concibió, entre otros, Franklin D. Roosevelt— se vino abajo desde que el presidente George H. W. Bush (padre de G. W. Bush) impuso el unilateralismo en la Guerra del Golfo.

Nunca la imagen de Estados Unidos en el mundo había caído en un foso tan hondo. La desconfianza que el anterior inquilino de la Casa Blanca despertaba hace un año entre los ciudadanos de los países europeos superaba el 85% y siete de cada 10 estadounidenses creía que, en comparación con el pasado, Estados Unidos había perdido el respeto mundial, según encuestas de Pew Global Attitudes.

El efecto está durando más tiempo que el gobierno de Bush. Una medición de Gallup sobre el liderazgo estadounidense, hecha en 139 países, muestra que la antigua hegemonía se está cayendo a pedazos. Barack Obama lo sabe. En su discurso inaugural, el 20 de enero, apeló a interlocutores de todo el mundo: “Con viejos amigos y antiguos contrincantes trabajaremos sin descanso para reducir la amenaza nuclear y hacer retroceder el fantasma de un planeta que se calienta”, dijo.

A la vez, abrió el diálogo en dos temas que el ex presidente había cerrado. De todos modos, su mirada sigue siendo imperial, como lo ha sido la de todos los que gobernaron su país en los últimos 100 años: “Sepan que estamos listos para asumir el liderazgo una vez más”.

La idea del “destino manifiesto” de Estados Unidos, surgida en tiempos de la anexión territorial del Oeste e invocada tantas veces por Theodore y Franklin Roosevelt, por Ronald Reagan y por Woodrow Wilson, se mantiene aunque parezca hoy una aspiración insensata. Es la historia de la aspiración norteamericana a ejercer el control sobre toda América, desde la Doctrina Monroe (1823) hasta el reciente Plan Colombia, retocada por la Guerra Fría.

Cuando la Unión Soviética se derrumbó bajo el peso de su propia tragedia política, los Estados Unidos se impusieron no solo como potencia mayor sino como la única capaz de hacer valer el derecho internacional. Así asumió el poder de policía global. Bush padre proclamó el nacimiento de “un nuevo orden mundial” y Bill Clinton habló de “multilateralismo asertivo”, un eufemismo para decir que lo establecido por su país debía ser aceptado por todos.

La contribución del segundo Bush, luego de los atentados del 11 de setiembre de 2001, fue declarar una “guerra contra el terror”. La primera baja de esa guerra fue, precisamente, el derecho internacional. También algunos valores básicos como el respeto a la vida, la integridad física, la defensa en juicio, la privacidad, la verdad. En el 2006 su partido perdió la mayoría parlamentaria. Y en el 2008, las elecciones presidenciales.

En Afganistán, donde la operación Libertad Duradera comenzó en octubre de 2001, todavía no se ha encontrado a Osama Bin Laden y la resistencia de los talibanes continúa amenazante.

En Iraq, donde Saddam Hussein no poseía armas de destrucción masiva ni había apoyado a Al-Qaeda, hay 160.000 soldados que intentan infructuosamente contener la guerra civil desencadenada por la invasión, a un costo de US$300 millones diarios, y una cifra indeterminada, pero cercana a 1 millón, de iraquíes muertos.

El resto del “eje del mal” despidió a Bush con sus armas nucleares intactas (tal es el caso de Corea del Norte) e Irán ejerce una influencia cada día mayor en el polvorín de Medio Oriente.

Obama resumió el problema en pocas palabras: “Rechazamos como falsa la elección entre nuestra seguridad y nuestros ideales”.

Sus primeras medidas de gobierno tienden a recordar cuáles son los ideales perdidos. Ha ordenado el cierre de la vergonzosa prisión de Guantánamo y las cárceles que aún mantenían los servicios secretos. En su primera reunión con el secretario de Defensa y con el comandante de las tropas en Medio Oriente les ha pedido que formulen propuestas que permitan una retirada de Iraq rápida y responsable.

Ya no es suficiente que el nuevo gobierno exija respetar la ley y los derechos humanos. Después de tanto prestigio dilapidado, Estados Unidos ya no está en condiciones de dominar un mundo donde hay otros gigantes como China que, tras la caída de Wall Street, prefiere ser cautelosa en extremo con su asistencia financiera, y donde acecha Rusia, que no le perdona a Washington haber sido excluida del OTAN.

Como la primera ministra alemana Angela Merkel, el primer ministro de España José Luis Rodríguez Zapatero y Gordon Brown, primer ministro del Reino Unido, también el presidente francés Nicolas Sarkozy celebró la asunción de Obama, pero dejó ver en la fiesta que no tiene pelos en su afilada lengua francesa: “Dejemos algo en claro”, dijo. “En el siglo XXI, ya no existe una nación que pueda decir qué se debe hacer o qué se debe pensar”.

Muchas naciones son menos poderosas que las corporaciones económicas o las organizaciones no gubernamentales. Si quiere mantener la primacía de su país o no perderla por completo, el presidente tomará en cuenta que nuevas circunstancias y nuevas ideas están moviendo al mundo.

“Los Estados Unidos no pueden resolver solos los problemas más urgentes, pero el mundo tampoco puede hacerlo sin los Estados Unidos”, sintetizó Hillary Clinton, la secretaria de Estado de Estados Unidos en la administración de Obama.

Es así ahora y seguirá siéndolo mientras el carisma y la inteligencia de Obama se abran paso en el terreno que perdió la torpeza de su marchito predecesor.

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