1.3.09

No más Fuente Ovejuna, el Estado tiene que prevalecer

Preocupante. En las últimas semanas se han producido varios hechos en que grupos de ciudadanos agredidos han reaccionado violentamente para castigar a sus agresores, llegando incluso al asesinato. Ha sucedido tanto en la ruta interprovincial, como en sitios alejados pero también urbanos, lo que obliga a una profunda reflexión.

Así, esta semana dos presuntos asaltantes de carreteras fueron asesinados por los pasajeros, que hicieron lo que, a su parecer, las autoridades no pudieron hacer por ellos. Y antes, en Casma, comuneros del distrito de Yaután, cuya denuncia no fue atendida debidamente, rodearon la comisaría para exigir la entrega de un policía involucrado en un robo, en lo que resultó muerta una mujer. En Tarapoto, un grupo de ronderos pretendió secuestrar y matar a los supuestos asesinos de dos ancianos y a otros cuatro sujetos que transportaban herramientas de labranza y tala robadas a varios campesinos de Rioja.

¿Qué está pasando? ¿Por qué parece que estamos volviendo a épocas de barbarie y de la ley del talión? ¿Qué podemos hacer para recuperar estándares mínimos de decencia y de respeto por la ley y la justicia?

En el fondo, como coinciden los especialistas, hay una enorme responsabilidad del Estado y del Gobierno que lo administra, que siguen fallando clamorosamente en tres cosas: primero, en dar seguridad a todos los ciudadanos, que se sienten totalmente desprotegidos estando en sus casas o cuando viajan al interior, pues los asaltos en las carreteras se han convertido en fenómenos cotidianos e indignantes. Luego, es evidente para las mayorías que el sistema de administración de justicia sigue haciendo agua. Así, cuando un asaltante es atrapado, nadie garantiza que reciba la sanción severa que corresponde, sino que, por el contrario, por intervención dolosa de fiscales, jueces o policías venales, lo más común es que gane pronto la calle y vuelva a delinquir.

Y, como si esto fuera poco, en muchas circunscripciones del país los ciudadanos perciben que el Estado no existe o no los toma en cuenta, simplemente porque no tienen comisarías que funcionen o juzgados que los amparen, lo que convierte sus territorios en tierra de nadie, expuestos al abuso de grupos radicales, como narcotraficantes, terroristas o simplemente delincuentes o pandilleros.

Según reciente encuesta de la Universidad de Lima, el 95% de limeños y chalacos confía poco o nada en la justicia, lo que revela una grave patología que no incluye solo a los jueces, sino también a fiscales, policías, procuradores, etc. Y cuando se pregunta a los entrevistados, cuál es su posición sobre la gente que hace justicia por su propia mano, es revelador que el 32% manifieste estar de acuerdo y que el 15% no responda a favor ni en contra.

Todo esto es muy serio. Según la Constitución, solo el juez y la policía, esta última en caso de flagrante delito, pueden efectuar una detención, pero esto es letra muerta para muchos, lo que exige una respuesta urgente y firme de las autoridades para devolver las cosas a su cauce normal dentro del Estado de derecho.

¿Nos hemos puesto a pensar lo que sucedería si cada cual decide, por sí y ante sí, quién es culpable o inocente y procede a castigarlo según su mejor parecer? ¿Qué razón de ser tendría el Estado, si se pone en entredicho un aspecto sustancial de su existencia, como la aplicación objetiva de la ley, su atribución exclusiva de ejercer violencia en nombre de ella y su potestad de sancionar? ¿Dónde quedarían las garantías del debido proceso y la presunción de inocencia que garantiza el Estado de derecho si cada cual hace lo que le da la gana?

Algo está fallando aquí, que debe poner en alerta a todas nuestras autoridades, para devolver al Estado su razón de ser, con autoridad, orden y racionalidad. Queda mucho por hacer, pero hay que empezar ahora. Según nuestra Carta Magna, el Estado (art. 44) tiene el deber de “proteger a la población de las amenazas contra su seguridad”, para lo cual debe fortalecer a la PNP y al sistema judicial.

Hay que rechazar el fantasma de Ilave, pues nadie puede tomar la justicia por su mano. Y, así como las autoridades deben ser autocríticas para reconocer sus errores y repararlos, los ciudadanos tienen que entender que no podemos volver al “ojo por ojo, diente por diente”, en que cada cual actúa arbitrariamente según su mejor parecer, mucho menos cuando se atenta contra la integridad y la vida de los ciudadanos.

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